19

Salimos de allí pitando. Yo estaba exhausto y Tobías también, pero no teníamos elección. El tiempo se acababa.

La dirección del viento había cambiado. No soplaba en nuestra contra directamente, pero volábamos hacia el oeste y el viento soplaba fuerte del sur, así que teníamos que corregir continuamente nuestro curso.

Marco y Cassie nos esperaban en los árboles que hay cruzando la carretera que pasa por la entrada principal de la casa de Fenestre. Les quedaba poco tiempo para que se cumpliera el límite de las metamorfosis, igual que a Rachel y a Ax.

<¡Marco! ¡Cassie! —grité desde lo alto—. ¿Habéis visto algo?>

<El paso del tiempo>, contestó Marco.

<Sí hemos visto algo —añadió Cassie—. Benditos sean estos ojos. Menos mal que no utilizamos la forma de insecto para entrar allí. Hay veneno en cada puerta y dispositivos de algún tipo contra insectos en las ventanas. Eso es lo que debe haber derribado a Rachel. El tal Fenestre sufre graves problemas psicológicos.>

<Se lo puede permitir —dijo Marco—. Bueno, ¿cómo vamos a sacar a Rachel y a Ax de allí?>

<Voy a derribar las alambradas, echar abajo todas las puertas y llevarme por delante todo lo que se interponga en mi camino>, declaré.

<¡Fantástico! —se rió Marco dejando entrever un toque de cinismo—. Seguro que a Rachel le encanta la idea. ¿Cómo lo vas a hacer?>

Me posé en la base del árbol.

<Vosotros, preparaos. Espero que la casa del señor Fenestre tenga techos altos y pasillos amplios.>

Empecé a transformarme rápidamente. Recuperé mi cuerpo humano durante unos segundos y me hice una imagen mental del rinoceronte.

No os podéis hacer una idea de lo cansado que resulta cambiar de forma a aquella velocidad. Tienes la sensación de que tu cuerpo funciona a medio gas, pero en aquellos momentos no me podía permitir un momento de descanso.

Primero cambió la piel. Del tono rosado de los humanos pasó a una especie de cuero de varios centímetros de grosor que parecía haber estado al sol unos diez años. Se extendió y adquirió consistencia por todo mi cuerpo todavía humano, sólo que era gigante y de color gris. Era como si llevara una armadura viviente.

Mis piernas crecieron a lo ancho y se acortaron. Los dedos desaparecieron; sólo quedaron las uñas, que se endurecieron y aumentaron de tamaño. Perdí el equilibrio y me quedé a cuatro patas. Era una masa informe de color gris que, como el hierro fundido, hervía y cambiaba de forma continuamente.

Noté que mis orejas se trasladaban a la parte superior de la cabeza y allí se alargaban y se curvaban para formar una especie de tubos abiertos.

Lo último en cambiar fue el rostro. De repente, mi cara empezó a estirarse, parecía que no iba a parar nunca. Los huesos de la cabeza crecieron, se multiplicaron y se ensancharon. Tenía la sensación de que un grupo de ingenieros me hurgaba en la cabeza al tiempo que decían: «Necesitamos más soporte por aquí, más por allí, más sujeción, más fuerza».

¡Mi cabeza se había hecho enorme!

<Pero ¿qué demonios es eso?>, me preguntó Marco.

Entonces, en la parte exterior de mi cabeza empezaron a crecer los cuernos. Uno, pequeño, y el otro el doble de grande. A pesar de mi pésima visión, vi cómo me salía el cuerno y cómo aumentaba de tamaño a lo largo y a lo ancho.

<¡Hala! —exclamó Marco—. Así que era eso.>

<¿Cuánto tiempo queda?>, pregunté.

<Unos diez minutos más o menos>, contestó Tobías.

En ese momento noté la mente del animal emerger bajo mi propia conciencia humana. Al contrario de lo que me esperaba, no era violento. De hecho, el instinto dominante era sencillamente de hambre. El rinoceronte quería pastar.

Pero bajo esa conciencia plácida de herbívoro, había algo más. Más que agresividad, el animal se mostraba a la defensiva. No sentía miedo, sino más bien preocupación. El rinoceronte avanzaba con cautela, atento a cualquier muestra de amenaza procedente de otro de su especie.

Con su visión turbia y casi inútil buscaba alguna forma que se pareciera a la suya. Movió las orejas y se volvió, pendiente de cualquier sonido que le recordase a otro rinoceronte. Olfateó el aire con su nariz de excelentes posibilidades.

No había enemigos a la vista ni amenazas de ningún tipo. Tan sólo unos pájaros. El rinoceronte estaba tranquilo.

Yo me encargaría de suministrarle un poco de agresividad; no me costaría demasiado, pues me sobraba mucha. Debía salvar a Rachel y Ax sin perder más tiempo.

<Muy bien, vais a venir conmigo, pero hasta que yo haya acabado con todas las defensas, no avancéis, ¿de acuerdo? Vamos a ver de lo que es capaz este cuerno.>