Volé tan rápido como mi cuerpo de halcón me lo permitía, y eso significaba que iba como una bala. El viento soplaba en mi contra. Mientras tanto, trataba de convencerme de que todo iba a salir bien porque, de vuelta, el viento soplaría en mi dirección. Pero cualquiera sabe, con el viento.
Les pedí a Marco y a Cassie que se quedaran y vigilaran la zona, pero que no hicieran nada. No quería volver y encontrar que les habían capturado a ellos también.
Pero ¿quién era yo para dar órdenes? Había conducido a mis amigos a una trampa, lo que podría haber evitado si hubiera hecho las indagaciones previas tal y como era mi deber; sin embargo, había preferido pasar toda la tarde perdiendo el tiempo con mi familia.
Cassie había tenido razón desde el principio. Deberíamos habernos ocupado primero de Gump. Eso habría sido más fácil, pero me había empeñado en hacer el papelón de gran general y organizar una misión contra Fenestre sin preparación alguna.
Tobías me acompañó a Los Jardines. Prefería estar solo, pero Tobías es cien veces más experto que ninguno de nosotros en el aire. Conocía a la perfección las nubes, los vientos y las corrientes térmicas, y eso me ayudaría a avanzar más deprisa.
Contábamos con una hora y media. Para cuando llegáramos al zoo nos quedaría menos de una hora; si sumábamos la media hora de vuelta, disponía de tan sólo media hora para llevar a cabo lo que había venido a hacer, regresar a la mansión y rescatar a Rachel y Ax.
No había tiempo que perder.
<¿Me vas a decir a qué hemos venido?>, protestó Tobías.
<Cuando estemos allá abajo>, contesté.
Por debajo de nosotros se extendía un hábitat al aire libre con diferentes clases de hierba, un estanque lodoso, un canal de agua y cuatro formas gigantescas que parecían fugitivos de la época de los dinosaurios.
<¿Rinocerontes?>, preguntó Tobías incrédulo.
<Sí. Necesito un animal que pueda atravesar esas alambradas y las puertas, y que soporte unas cuantas balas si es preciso. ¿Se te ocurre algo mejor?>
<No. ¿Cómo narices te vas a acercar lo suficiente para adquirir un bicho de esos?>
<Hay dos de ellos al fondo del hábitat. No creo que la gente alcance a ver hasta allá.>
<¿Te vas a meter sin más?>
<No queda tiempo para otra cosa.>
<Escucha, déjame que al menos los distraiga.>
Vacilé unos segundos. Tobías esperaba mi aprobación. ¿Y si me volvía a equivocar?
<Sí, de acuerdo —me parecía una buena idea—. Pero ten mucho cuidado. No te arriesgues, ¿me oyes? No quiero más bajas.>
Tobías desapareció. Se lanzó en picado describiendo espirales en el aire. Yo me dirigí hacia el lomo de uno de los rinocerontes más grandes. Extendí las alas, estiré las garras y aterricé con suma suavidad.
La enorme bestia apenas se inmutó, ni siquiera cuando mis garras se aferraron a su gruesa piel, ni cuando correteé por el lomo para recuperar el equilibrio. Pero, como ya sabéis, no se puede adquirir el ADN de un animal desde otro. Primero debía volver a mi forma natural, y eso iba a resultar un poco peliagudo.
Dirigí la vista hacia la valla donde se apostaba la gente a observar a los rinocerontes. Con mi vista de halcón parecía que estaban muy cerca, tanto que era capaz de distinguir el color de sus ojos, o el botón flojo de la camisa de un tipo. Por suerte, los ojos humanos no ven ni la mitad.
«No importa —me dije—. No hay tiempo para preocuparse. Manos a la obra».
Empecé a transformarme sobre el lomo del animal. Las plumas del halcón comenzaron a desdibujarse y sus formas geométricas a confundirse. Las uñas perdieron agresividad, se hicieron más gruesas y torpes al tiempo que me crecían unos dedos en las patas. Un ruido estridente procedente de mis entrañas anunciaba que los huesos humanos empezaban a sustituir los huesos huecos del pájaro.
Mi peso aumentaba progresivamente y me preguntaba si lo notaría el rinoceronte y me tiraría al suelo para pisotearme. No había tiempo para pensar en esas cosas. ¿Y si alguien me viese? Tampoco podía preocuparme ahora de eso. Debía confiar en Tobías.
Fue entonces cuando lo vi caer del cielo y arrebatarle a una niña su piruleta de algodón dulce rosado con la facilidad con la que levanta un ratón del suelo.
Salió disparado hacia las nubes con la golosina de la niña, que no dejaba de gritar.
La gente se quedó boquiabierta y estalló en carcajadas al tiempo que señalaban hacia Tobías, quien desplegó un espectáculo aéreo propio de un escuadrón de élite.
Mientras todos estaban pendientes de Tobías, mi torpe forma humana emergía del cuerpo perfecto del halcón sobre el lomo de una bestia de unos mil kilos y con un cuerno de casi un metro de largo.
En aquel momento, el rinoceronte se movió, pero por suerte sólo buscaba un pasto más verde.
Continué con la metamorfosis y, entonces, el animal se percató.
—¡Ffmraha! —gruñó y se lanzó al trote. Todavía no me habían salido las manos, y como mis garras ya habían desaparecido me caí de bruces al suelo.
«Venga, Jake, ¡transfórmate!».
El rinoceronte se acercó y a su lado me sentí como una hormiga. Era como estar tumbado al lado de un camión. Parpadeó y bajó su imponente cuerno.
Snif. Snif. Aquel cuerno me inspeccionó de arriba a abajo a pocos centímetros de mi piel mientras yo rezaba para que no me embistiera. El nerviosismo del animal iba en aumento; no le gustaba nada lo que allí estaba pasando, cosa que no era de extrañar.
Yo hubiera reaccionado igual de haber visto cómo un pájaro se convertía en un chico.
Entonces me creció una de las manos. La estiré, sin haber recuperado todavía la visión y acaricié el cuerno, que rodeé con los dedos que me iban saliendo en aquel momento. Me concentré.
Cuando adquieres un animal, éste entra en una especie de trance o al menos eso es lo que pasa en la mayoría de los casos. De no ser así, aquella bestia me pisotearía y me batearía con el cuerno a modo de pelota.
Me concentré en el animal y enseguida noté cómo entraba a formar parte de mí.