Nos ocultamos en el interior del armario del conserje para prepararnos. Ax y Marco bajaron las escaleras y se dirigieron hacia la entrada del centro de control.
<¿Todos listos?>, pregunté.
<Sí. Sólo quiero decir que hemos perdido la dignidad>, protestó Rachel.
<¿Tienes la fregona?>
<Sí, sí tengo la fregona>, contestó Rachel de mala gana.
<Cassie, ¿lista?>
<Sí, pero no podemos perder estas zapatillas. No nos queda más dinero.>
Habíamos unido nuestras zapatillas de deporte por los cordones y las llevábamos colgando del cuello. Todos excepto Tobías, claro. Le había prometido que se las recogería más tarde.
<¿Todos listos? —pregunté—. Muy bien, vamos allá.>
<Sí, pero hay un pequeño problemilla —observó Rachel—. ¿Quién va a abrir la puerta del armario?>
Rachel se había transformado en un enorme oso pardo de unos dos metros de altura, con unas garras como un rastrillo de hierro y un pelaje lanudo y áspero.
Yo me había convertido en tigre. Nadie se atrevería a acercarse a aquellos animales. Queríamos llamar la atención, pero no que se aproximaran a nosotros.
Tobías había recuperado su forma habitual de ave rapaz. Y Cassie se había transformado en el peor animal de todos, la mofeta.
A ninguno se nos había ocurrido pensar en cómo íbamos a abrir la puerta, si no teníamos manos.
<Rachel, ¿y si la abres a tu manera?>
<¡Será un placer!>
Se retiró hacia atrás, y con un pequeño impulso, se lanzó contra la puerta, golpeándola con uno de sus gigantescos hombros. ¡BRRRUUUMMMM!
<Bien, ahora ya está abierta.>
Salimos de allí con toda tranquilidad y nos dirigimos hacia la ventana de cristal que daba al centro de control. Los trabajadores estaban muy concentrados y no levantaban los ojos de la pantalla del ordenador.
<Vaya, no se enteran —se quejó Tobías, subido en la cabeza de Rachel—. Ni siquiera nos han visto.>
<Eso lo arreglo yo en un minuto>, dije.
El rugido de un tigre se oye a kilómetros a la redonda, sin exagerar. Sinceramente, es un ruido que no te gustaría oír a no ser que entre tú y el animal se interpongan unas gruesas barras de hierro. Es un sonido estridente que pone los pelos de punta a cualquiera. He visto a hombres valientes temblar de miedo y agitarse como un flan ante un rugido de tal calibre.
Tomé aliento y exclamé:
—¡GGGGRRROOOOAAAAARRRRR!
<Ahora sí que han levantado la cabeza>, informó Tobías.
Cincuenta o sesenta pares de ojos observaban incrédulos el espectáculo del otro lado del cristal. Aquello era tan increíble que no podían apartar la vista. La poderosa y terrorífica Rachel fregaba tranquilamente el suelo, moviendo la fregona como una profesional.
Yo la ayudaba sosteniendo el cubo entre los dientes.
Tobías revoloteaba por encima, chillando como si se hubiera vuelto loco.
Nadie notó entrar a Marco y Ax por la parte de atrás e instalarse delante de una pantalla. Ni siquiera necesitaron la clave de acceso. La persona que trabajaba allí se había dejado el ordenador encendido; ahora nos observaba estupefacta, con los ojos abiertos como platos.
Gracias a mi agudo oído, capté los comentarios.
—¿Eso es un oso?
—Sí.
—¿Está fregando el suelo?
—Ajá.
—¿Nos hemos vuelto locos?
—Yo no. Es el oso el que se ha vuelto loco. Está fregando la moqueta.
—¿Porqué lleva zapatillas de deporte alrededor del cuello?
Algunos chillaron, otros echaron a correr. La mayoría se limitó a observarnos boquiabiertos mientras nosotros montábamos el número y nos divertíamos.
<Marco acaba de guiñar un ojo —informó Tobías—. Eso es buena señal.>
<Dos minutos más y salimos de aquí antes de que reaccionen y llamen a seguridad>, indiqué.
<Demasiado tarde —añadió Cassie—. ¡Ya vienen! ¡Dos tipos con pistolas!>
<Vaya. Muy bien, habrá que asustarlos un poco.>
Dos hombres con un uniforme gris aparecieron por una de las esquinas. Habían sacado las pistolas. Ni siquiera vieron a Cassie. Miraban horrorizados y confundidos la escena de un ratonero, un oso y un tigre tratando de fregar un suelo enmoquetado.
Deposité el cubo en el suelo.
—¡GGGGRRRRRRROOOOAAAAARRRRRR!
A uno de los hombres se le cayó el arma de las manos, se volvió y echó a correr gritando como un poseso.
El otro estaba temblando pero aguantó el tipo.
—¡Fuu-ee-ra de a-a-quí, animales! ¡No podéis estar aquí!
<Hay que reconocer que tiene valor —comentó Rachel—. Sabe de sobra que con una pistola no puede hacer mucho.>
<Bueno, a mí sí que me puede hacer pupa —añadió Tobías—. Yo soy un simple pajarillo.>
—¡No me forcéis a disparar!
<Muy bien, Cassie —dije—. Odio tener que hacerlo, pero sácalo de aquí antes de que se ponga a disparar.>
Cassie se volvió hasta darle la espalda al guardia, levantó su rabo negro y blanco, miró por encima del hombro y movió la punta de la cola.
Si alguna vez veis a una mofeta comportarse así, echad a correr, marchaos lo más lejos posible, sin mirar atrás. El guardia no lo sabía.
<¡Fuego!>, di la orden a Cassie, que la ejecutó de inmediato.
El guardia, que se había enfrentado a un oso pardo y a un tigre que lo hubieran despedazado en un minuto y convertido en hamburguesa, no aguantó más. Nadie, absolutamente nadie, tiene el valor suficiente para seguir impasible tras haber sido rociado por una mofeta.
—¡Aaaaaaaaaarrrrrrrgggggggggghhhh! —soltó el arma y salió corriendo.
<Muy bien, y ahora, ¡larguémonos de aquí!>, exclamé.
<No ha estado nada mal, ¿no?>, añadió Rachel.
Echamos a correr, con nuestras zapatillas baratas al cuello, hasta que localizamos un ascensor. Tobías revoloteó hasta alcanzar los botones y con el pico pulsó uno de ellos. Mientras esperábamos a que llegara el ascensor, la gente empezaba a atreverse a salir de la sala. Un rugido colectivo les hizo retroceder de inmediato.
La puerta del ascensor se abrió y en su interior subían un director y un mensajero que decidieron apearse cuando vieron lo que allí entraba.
Rachel pulsó el botón que nos llevaría al vestíbulo y, cuando llegamos abajo, el ascensor sólo contenía a cuatro muchachos vestidos con ropas deportivas ajustadas y zapatillas de deporte.
En aquel momento entró una tropa de policías de uniforme negro y armados hasta los dientes. Marco y Ax ya habían bajado y permanecían en una esquina observando embobados el espectáculo.
—Chicos, ¿habéis visto un oso? —preguntó uno de los policías.
—Sí, claro ¡Y qué más! —se rió Rachel—, un oso.
Alcanzamos a Marco y Ax y salimos a la calle. Solté un suspiro de alivio.
—¿Cómo ha ido? —pregunté.
—No ha habido ningún problema, príncipe Jake —respondió Ax.
—Sí, ningún problema —repitió Marco, que parecía, sin embargo, preocupado. Como si estuviera descompuesto o algo así.
—Ya, y entonces ¿a qué viene esa cara?
—Ah, nada importante —contestó encogiéndose de hombros—. Una vez que entramos en el sistema el resto fue coser y cantar. Y como nos sobró tiempo, y ya que estábamos ahí, decidí averiguar la identidad de un par de nombres electrónicos con los que me comunico.
—Nada que ver con lo que nos trajo aquí, vaya —comentó Tobías.
—Hay una chica que se hace llamar PrtyGirl802 y que me manda unos mensajes que… bueno, pues que le gusto y esas cosas.
—Así que has averiguado quién es, ¿verdad? —preguntó Cassie—. Cómo te pasas. Qué mal.
—Pues sí, tú lo has dicho, muy mal, porque resulta que mi novia de Internet tiene nada más y nada menos que setenta y tres años y está jubilada. Era empleada de Correos.