No era mentira lo que le había dicho a Tobías sobre el vuelo de las moscas: es genial. Pero, como todo, tiene sus puntos negativos: apenas ves y, por lo tanto, no puedes fisgonear lo que sucede a tu alrededor.
Comparados con las moscas, los pájaros son como enormes ballenas torpes y pesadas. No hay nada comparable al vuelo de una mosca. Vuelan hacia arriba y hacia abajo, y en menos que canta un gallo son capaces de dar un giro de ciento ochenta grados y lanzarse en picado. Sin problema alguno. Pueden volar de lado y con el vientre hacia arriba, dibujar curvas en el aire y hasta el número ocho.
Son capaces incluso de trazar un ocho en el interior de un vaso.
Y, a diferencia de los pájaros, las moscas se pueden posar sobre cualquier superficie: horizontal, vertical, áspera, suave, húmeda, seca, en movimiento o en reposo, viva o muerta.
Son unos insectos asombrosos. Dan asco, pero son alucinantes.
<De acuerdo, me gusta —reconoció Tobías—, una vez superado el hecho de que mi propio cuerpo me da asco, admito que no está mal.>
<Eso le pasa a Marco con su cuerpo de humano>, sentenció Rachel risueña.
Localizamos a Cassie y a Rachel sobrevolando cerca del pañal sucio.
<¡Oh, no! No me hieras con el chakram de tu ingenio, Xena>, suplicó Marco.
<¿El qué?>
<Chakram —repitió Marco como si cualquier idiota conociese la palabra—. Es esa cosa parecida a un disco metálico que arroja Xena. Bah, atajo de incultos.>
Marco disfrutaba burlándose de Rachel. La llamaba «Xena, la princesa guerrera», y, de hecho, no era una mala comparación, salvo que Rachel no lleva faldas de cuero.
Marco y Rachel tienen una relación un tanto peculiar. Todavía no he logrado descubrir si es que se odian de verdad o lo quieren hacer ver. De todos modos, en realidad se admiran en secreto. No soy bueno a la hora de juzgar las pequeñas contradicciones del comportamiento humano. Me fío más de Cassie para eso.
<Y, ¿ahora qué?>, preguntó Tobías.
<Ahora vamos a entrar en el avión —contesté—, pero quiero que me escuchéis atentamente. Tened mucho cuidado. Usad vuestros instintos, y si algo se mueve hacia vosotros, quitaos del medio enseguida.>
<Veo la puerta —informó Cassie—. No, un momento, creo que es la ventana. Me temo que no va a ser tan fácil, no hay suficiente contraste entre luz y penumbra en la puerta.>
<Seguid de cerca a una persona hasta cruzar la puerta. A partir de ahí es fácil.>
Distinguí una cabeza humana por debajo y me acerqué. ¡No! El tipo estaba calvo, si me posaba allí lo notaría. ¡Ah, bien! Una mujer con una buena cabellera. Justo lo que necesitaba. Me posé sobre unos pelos que semejaban las robustas cuerdas que amarran un ancla. Allí estaría bien. De momento, notaba la ligera brisa producto del movimiento.
La calidad de la luz cambió y los sonidos me llegaban en forma de eco. Supuse que estábamos en el túnel de acceso al avión.
—Bienvenida a bordo —oí que decía la azafata.
Lo había conseguido.
<¿Estáis todos?>, pregunté y, tras recibir respuesta de cada uno de mis amigos, respiré aliviado. Por cierto, cuando digo respirar se trata sólo de una forma de hablar, porque no tenía pulmones.
Me posé en una superficie situada por encima de una cabeza: para ser más exactos, sobre una pieza de plástico perforado que parecía formar un círculo. Me coloqué en uno de los agujeros al tiempo que miraba cómo la gente iba ocupando sus asientos.
<Ax, ¿estás al tanto del tiempo?>
<Sí, príncipe Jake.>
<Sabes de sobra que no quiero que me llames príncipe. No lo soy.>
<Sí, príncipe Jake. Lo sé.>
<Bien, me alegro de que estemos de acuerdo en ese punto.>
A continuación, transcurrió un espacio de tiempo que nos pareció interminable durante el que no pudimos más que esperar. Ax contó los minutos. Los andalitas poseen la facultad natural de calcular el tiempo. Habían pasado quince minutos desde que nos transformamos en el servicio de caballeros.
Entonces, empecé a notar que las vibraciones de los motores iban en aumento. Me di cuenta de que me había posado encima del altavoz cuando la azafata anunció que se abrocharan los cinturones. Fue tal el sobresalto que a punto estuve de caerme.
Me alejé del altavoz y revoloteé sin ninguna dirección durante un rato hasta posarme en el cierre de uno de los compartimentos superiores.
<¿Qué tal va todo?>, pregunté.
<Han pasado veinte minutos>, informó Ax.
<¿Cuánto tiempo dura el vuelo, Marco?>
<Una hora y media, con lo que disponemos de quince minutos para abandonar el avión y transformarnos.>
<Un poco justo>, observó Rachel.
<Pues sí.>
El avión se colocó en la pista, tomó velocidad y despegó. En aquella situación, había poco que nos pudiera entretener. Se avecinaban minutos de sumo aburrimiento. Hasta que sirvieron la comida.
No os podéis hacer idea de las ganas irresistibles que me entraron de posarme en aquel filete de allá abajo y chapotear en la salsa, pero presentía que sería mi sentencia de muerte.
<¿Sabéis una cosa? La comida de los aviones sabe mucho mejor cuando eres mosca>, comentó Marco.
<¿QUÉ?>
<Tranquilízate, este tipo ya ha acabado de comer. Estoy en las sobras.>
<¿CÓMO?>
—Disculpe, señorita, pero ¿no le parece que hay demasiadas moscas en este avión?
Cuando oí aquello, casi me da un ataque. Me sentí igual que cuando el director te llama a su despacho.
<¿Lo habéis oído?>
<Oír ¿qué? —preguntó Tobías—. La gente no para de hablar. Todo el mundo está…>
<Alguien acaba de quejarse de la cantidad de moscas, o sea, nosotros.>
—Veré lo que puedo hacer, señor —contestó otra voz.
<Dios mío, ¡van a hacer algo!>
—Se lo agradezco. Verá, pertenezco a la junta directiva de esta compañía de vuelos y acabo de ver una mosca posarse en mi filete.
<¡Marco!>
—Descuide, señor, me encargaré de ello.
<Ax, ¿cuánto falta para aterrizar?>
<Diez minutos>
<Bien, todo el mundo a la parte trasera del aparato. Salgamos de primera clase.>
De repente, seis moscas avanzaron en grupo hacia la parte trasera. Nos elevamos como locas hacia el techo, pasamos al otro lado de la cortina que separa primera clase de la clase turista. Allí estaríamos a salvo, o eso pensaba yo… De golpe, sentí una turbulencia en el aire y un objeto acercarse hacia mí a toda velocidad.
Frené en seco y di un giro brusco a la derecha justo a tiempo para evitar que cinco dedos del tamaño de una secuoya me arrollaran. ¡Vaya un vendaval que levantó!
Me posé en el techo e intenté calmar los nervios.
<¡Uf! Ha estado cerca —respiré aliviado—. ¿Estáis todos bien? Ax, ¿cuánto queda?>
No me dio tiempo a oír su respuesta. Allí estaba otra vez la mano. Eché a volar, me moví arriba y abajo y… una segunda mano me atrapó.
<¡Aaaahhhhhh!> Paredes de carne me mantenían comprimido. Era como si me hubieran barrido con una escoba. Agité mis alas, pero fue inútil; una la tenía inmovilizada. No había escapatoria.
Vi aquella pared acercarse hacia mí. Miles de diminutas imágenes de muerte se reflejaban en mis ojos compuestos y yo no podía moverme. Era como una de esas pesadillas en las que estás viendo que algo terrible va a suceder y tú eres incapaz de huir o ni siquiera gritar.
¡BUUM! Sentí el golpe y la fuerte presión de la mano en mi cuerpo.
Me habían aplastado.