5

Entramos en el servicio de caballeros. Cassie y Rachel en el de señoras. Hay veces en las que resulta imposible ser un equipo.

—Nos podríamos meter todos en el servicio para inválidos —sugirió Marco.

—Eso no estaría bien, Marco —objeté—. Que cada uno entre en uno diferente.

Claro que una cosa era decirlo y otra hacerlo. El tráfico de aviones era incesante y el servicio estaba siempre lleno. Sólo conseguimos dos retretes.

Tobías y yo entramos juntos en uno de ellos.

—De momento, todo parece normal —murmuró Tobías.

—Espera y verás —repliqué.

Cerramos la puerta con llave. Nos quitamos la ropa y los zapatos y los metimos de cualquier manera en una mochila, que escondimos detrás del retrete.

No hemos conseguido transformarnos con la ropa de cada día ni con zapatos. Por eso siempre llevamos ropa deportiva muy ajustada, como pantalones de ciclista y camisetas. Con un poco de suerte, llevarían la mochila a la sección de objetos perdidos. De lo contrario… perderíamos la ropa.

—En mosca, ¿no? —susurró Tobías.

—Pues sí.

—¿Es tan asqueroso como me lo imagino?

—No, es mucho peor.

Tobías puso cara de asco y, acto seguido, empezó a cambiar, aunque no a mosca. Os explico, cuando te transformas, sólo puedes hacerlo desde tu cuerpo natural, y por muy extraño que parezca, el cuerpo de Tobías es el de un ratonero de cola roja.

Así que mientras yo aguardaba nervioso, a Tobías le crecían plumas, alas, garras y un pico. Y en el retrete de al lado, a Ax le salía una cola de escorpión, dos antenas con ojos en los extremos superiores y cuatro pezuñas.

—¿Listos? —susurré a Marco.

—Sí, vamos allá. Aquí hay demasiada gente.

Miré a Tobías. Me resultaba curioso pensar lo acostumbrado que estaba a que el verdadero Tobías fuera aquel de mirada fiera de ojos dorados y castaños, con aquel pico diseñado para desgarrar carne.

—¿Qué? ¿Listo?

<Más que nunca.>

—Puede que hasta te guste —repliqué—. Te vas a enterar de lo que es volar.

<Lo dudo. No hay vuelo comparable al de un ave rapaz —añadió Tobías—. Venga, vamos allá. Acabemos con esto de una vez.>

Cerré los ojos y comencé a concentrarme en la mosca. Lo cierto es que ver a Tobías nervioso me consolaba: al menos dejaba de pensar en el asco que me daba aquella metamorfosis.

Puede que haya algo más asqueroso que convertirse en mosca, pero nunca lo he experimentado.

Empecé a encoger. Las paredes del retrete se elevaron hasta alcanzar la altura de un rascacielos. Las letras de los graffiti se estiraron de tal manera que podrían llenar una valla publicitaria.

Pero fue al mirar hacia abajo cuando me asusté de verdad. Estaba a punto de caerme dentro del váter.

Aquella cosa crecía y aumentaba de tamaño a gran velocidad como si fuese una enorme boca dispuesta a zamparme en cualquier momento. El rollo de papel higiénico me pasó como una bala. Fue muy raro porque despegó de golpe.

Los cuadrados del suelo triplicaron su tamaño. Los trozos de papel que había por el suelo se convirtieron en sábanas y una bola de chicle, en una gran piedra rosa.

Sin embargo, todavía quedaba lo peor. Para empezar, la nariz y la boca se funden en esa cosa extremadamente larga, peluda, pegajosa y babosa que los libros llaman «partes de la boca».

<¡AAAAAAHHHHHHHHH! ¡Qué horror!>, gritó Tobías al notar que su pico se fundía en esa cosa húmeda y horripilante.

No resultaba un bonito espectáculo, creedme.

De repente, me brotaron dos enormes patas de lo que antes era el pecho. ¿Os acordáis de Alien, de la escena en la que a uno de los tipos le sale el alien bebé del pecho? Pues fue algo así, salvo que, en lugar de un muñecote de mentirijillas, de mi cuerpo salieron dos alargadas patas negras articuladas y cubiertas de pelillos punzantes erizados.

En las metamorfosis los cambios nunca siguen un proceso lógico y su transición tampoco es suave. Nada de cambios graduales en los que cada parte de tu cuerpo se va convirtiendo en mosca poco a poco. Todo sucede de golpe y cuando menos te lo esperas. Todavía medía unos treinta centímetros cuando me salieron las patas por las costillas; conservaba los ojos y mi cuerpo era casi del todo humano, sin contar, claro, las monstruosas partes de la boca.

—¿Está ocupado?

Oí aquella voz y noté la vibración en la puerta del retrete, pero no podía contestar porque no tenía boca.

<¡Alguien quiere entrar!>, avisó Tobías.

<¡Ya lo sé!>, confirmé.

<¿Qué hacemos?>

<¡No te pares! Es demasiado tarde para volver atrás.>

—¡Oiga! ¿Está ocupado? ¡Es urgente!

Mis manos se convirtieron en los apéndices de una mosca. Eran como dos diminutas almohadillas peludas con uñas en forma de garras curvadas que supuraban pegamento de algún tipo. Oía mis órganos internos revolverse y exprimirse en un proceso de debilitamiento progresivo. Órganos enteros como el hígado, el bazo y los riñones se rehacían por completo para conformar las entrañas mucho más primitivas de la mosca.

El soporte óseo perdía fortaleza, así que mis piernas humanas no dejaban de tambalearse. Dentro de poco serían endebles como espaguetis hervidos.

En aquel punto, yo sería del tamaño de un perro. Tenía patas de mosca pero no me habían salido las alas. Conservaba mis ojos de humano y tenía aquella trompa gigantesca. Tobías estaba igual de feo que yo, más o menos. Y fue entonces cuando, aquel tipo que no se aguantaba más, se las ingenió para alcanzar el pestillo y descorrer el cerrojo.

La puerta se abrió sin que yo pudiera evitarlo.

—¡Oh! Oh. ¡Ohhhhh! ¡Dios! ¡Oh, no! ¡NOOOOOO! ¡NOOOOOOOOO! ¡AAAAAAAAHHHHHHHH!

El hombre se quedó inmóvil con los ojos como platos.

Le saludé con una de mis patas peludas.

—¡AAAHHHH! ¡SOCORRO! ¡SOCORRO! ¡Que alguien me ayude!

La puerta se cerró de golpe.

<Rápido. Sigamos antes de que vuelva con más gente.>

—¡Socorro! ¡Policía! ¡Que alguien me ayude!

Continué encogiendo y, al poco rato, me salieron unos músculos en el lomo que propiciaron el crecimiento de las alas de gasa de la mosca.

—¡Hay unos monstruos en ese váter!

<¿Qué pasa ahí dentro?>, preguntó Marco desde el retrete continuo.

<Nos han pillado —exclamé—. ¡Daos prisa!>

Perdí visión de forma gradual hasta verlo todo oscuro durante unos segundos. Enseguida se me formaron los ojos compuestos y entonces el mundo se descompuso en miles de imágenes fragmentadas. Parecía estar viendo una película a través de miles de pantallas de televisión, sólo que en cada una de ellas se apreciaban pequeñas diferencias.

<Por cierto, Tobías, ten cuidado con los instintos de la mosca>, le advertí.

En mi extraño campo de visión, alcancé a ver una cosa negra y borrosa que volaba a toda velocidad a mi lado. Era otra mosca. ¿Tobías?

<Tobías, ¿eres tú?>

Bum, bum, bum, BUM, BUM, BUM. El taconeo de un sinfín de pies humanos era cada vez más perceptible. Cientos de vibraciones distrajeron mi atención. ¡Aquellas pisadas se acercaban hacia donde yo estaba!

¡PLAF! La puerta se abrió de par en par y una corriente de aire excitó los pelillos de mi espalda y agitó mis antenas con fuerza.

¡Peligro!

Tomé impulso, activé las alas y levanté el vuelo.

<Estamos en el aire>, informó Marco.

—Estaban aquí, ¡os lo juro! ¡Monstruos! Parecían… parecían mutaciones de algún bicho extraño.

—Señor, ¿no habrá bebido demasiado en el vuelo?

<Tobías —llamé—, ¿estás bien? ¡Tobías!>

No hubo respuesta.

Mientras revoloteaba frenético alrededor de los humanos del tamaño de la Estatua de la Libertad, percibía olores embriagadores de todo tipo: a rancio, a dulce, a basura, a suciedad.

Pero ¿dónde se habría metido Tobías?