Aunque logré que no me aplastara ninguna roca, recibí una buena ración de golpes y tumbos. No os podéis hacer una idea del miedo que pasé. Aquello que tanto había temido acabó por suceder: me había enterrado viva, y lo peor de todo era que había sido yo quien lo había provocado. Sí, tal y como os lo cuento, sepultada bajo una pila de piedras, un montón de tierra y un puñado de hork-bajirs que se las vieron y se las desearon para salir de allí.
En una situación así, una de dos: o te da por chillar de pánico o, si eres un topo, empiezas a cavar.
Estaba preocupada por Cassie y Marco porque para recuperar su cuerpo habían tenido que pasar por una doble transformación, ¿y si no les hubiera dado tiempo?
No es fácil, sin embargo, acabar con un lobo y un gorila. Por suerte, todos logramos transformarnos a tiempo y seguidamente nos pusimos manos a la obra. Había que cavar un túnel en vertical y, como siempre, lo hicimos por turnos, lo cual eternizó el proceso.
En una ocasión tuve que detenerme para hacer sitio suficiente con el fin de recuperar mi forma humana y evitar quedar atrapada en la forma de topo: hablando de situaciones en las que sólo quieres gritar.
Cuando llegó mi turno por segunda vez, di con la cueva de los murciélagos.
Transcurrió otra hora hasta que nos reunimos en la oscuridad absoluta de la cueva; nos fuimos apelotonando uno a uno, asustados y temblorosos. Tobías fue el último en llegar.
—¡Nos has dado un susto de muerte! ¿Dónde has estado? —le grité.
<Yo también estaba preocupado por ti, Rachel>, replicó Tobías con una sonrisa en su voz silenciosa.
Acto seguido, nos transformamos en murciélagos. Estábamos agotados hasta más no poder. Podría haberme tumbado en aquella oscuridad eterna y dormir una semana entera.
Entonces, y mientras reconocía la cueva gracias a las ondas de ecolocación en busca de una salida, ocurrió la cosa más extraña: la cueva entera cobró vida.
A una velocidad de cámara lenta, todos los murciélagos empezaron a descolgarse del techo de la cueva, desplegaron las alas, emitieron ondas y se marcharon.
<Debe de haberse puesto el sol>, informó Cassie.
<Sí, pero ¿qué día será hoy?>, pregunté.
Salimos de la cueva como empujados por una explosión de cientos de miles de murciélagos. ¿Quién puede contar tantos bichos juntos?
Nos encaminamos a casa, demasiado cansados para bromear, reír o alegrarnos de haber sobrevivido.
Sólo había una cosa que me quedaba por hacer.
Quizá tenía una debilidad por los lunáticos. Al fin y al cabo, si yo le contara a alguien mi vida, me encerrarían en menos que canta un gallo.
Cuando terminé, volé a casa y recuperé mi cuerpo humano en mi habitación.
—¿Se puede saber dónde has estado todo el día, señorita? —me preguntó mi madre.
Por suerte, sonó el teléfono. Mi madre respondió y tras escuchar durante unos segundos, exclamó «¿Qué?» al menos nueve veces, y cada vez más alto que la anterior.
Después de colgar, se sentó y se nos quedó mirando fijamente a Sarah, a Jordan y a mí.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—Nada, mi cliente, el pobre señor Edelman —contestó moviendo la cabeza a un lado y a otro como intentando buscar una respuesta—. Se ha escapado del centro.
—¿Del manicomio? —preguntó Jordan.
—Se ha ido, se ha esfumado. Lo extraño es cómo ha sucedido. Dicen que un oso pardo entró al lugar como si nada, derribó las puertas y le dijo al hombre a través de una especie de comunicación psíquica…, es decir, imaginaos un oso parlante… un oso que se comunica mentalmente…, pues al parecer el oso le dijo al hombre… —consultó las notas que había tomado—. Le dijo que se marchara, que se fuese, pero que no hiciese nada estúpido como tratar de suicidarse otra vez porque… el oso… había tenido un día horrible y lo que menos le apetecía era tener que salvarlo otra vez.
Sarah y Jordan miraban a mi madre como si hubiera perdido el juicio.
—Ey, que no soy yo la que asegura haber visto esto —se defendió mi madre.
—Pandilla de locos —exclamé encogiéndome de hombros—. ¡Sí, hombre, un oso! ¿Quién se va a tragar eso?
Sabía que no era mucho, pero en realidad no podía ayudar al señor Edelman de otra manera. Nadie podía. Al menos, en los momentos en los que recuperase el control, estaría fuera de ese manicomio.
Sonó el timbre.
—Es MAR-co —canturreó Jordan, quien opina que mi amigo es guapo.
—Dile que se vaya —grité—. Estoy cansada.
Jordan apareció al poco rato cargada con una enorme pila de cajas pequeñas.
—Tu amigo MAR-co dice que su padre no quiere todo esto en casa —informó mi hermana al tiempo que depositaba las cajas en la mesa de la cocina.
Así terminó la primera y gran batalla en la que el puré de avena juega un papel primordial.
Y, por cierto, si alguna vez veis a un pobre loco vagabundear por las calles diciendo que tiene no se qué en el cerebro… echadle unas monedillas, si antes no habéis salido corriendo.