Una vez hube recuperado mi cuerpo humano, comencé a transformarme otra vez.
Necesitaba colocarme justo al final del embarcadero para que mi plan funcionase. Me iba a convertir en un ser muy pequeño, y por eso debía reducir las distancias. Me iba a convertir en aquello que una vez juré no volver a repetir.
A medida que encogía, hacía todo lo posible por alcanzar el final del embarcadero y cuando me desaparecieron los brazos, me impulsé con lo que me quedaba. Mengüé tanto que me dio la sensación de que el embarcadero se había alejado kilómetros y kilómetros de mi cabeza.
Del diafragma me brotó un par de patas. En la frente me crecieron unas antenas y mi cuerpo se dividió en tres segmentos. Parecía un reloj de arena con cabeza.
Mi piel adquirió el tacto de una uña, como el exoesqueleto de una cucaracha, sólo que no me estaba convirtiendo en una cucaracha. Mi cuerpo seguía menguando; una cucaracha comparada con el animal en el que me estaba transformando sería tan visible como un elefante.
Abultaba menos de dos centímetros y seguía encogiendo para convertirme en uno de los animales más terroríficos en los que jamás me había transformado: la hormiga.
Luché por mantenerme a flote; si me hundía en aquel momento, todo habría terminado. Pero, gracias a mi peso y tamaño, fui capaz de mantenerme en la superficie con relativa facilidad.
Eché un último vistazo antes de perder por completo la visión. Sabía lo que venía a continuación: en pocos segundos me iba a quedar casi ciega. Necesitaba situarme para elegir la dirección adecuada.
De repente me salió al paso una enorme columna, cincuenta veces más grande que una secuoya.
Mis ojos se apagaron como si alguien hubiese pulsado un interruptor. Veía menos que el topo, ya que sólo alcanzaba a distinguir líneas distorsionadas y vagas de sombras más o menos oscuras. Al menos, sabía dónde estaba.
En cuanto me salieron las seis patas intenté apoyarme en la superficie elástica del agua, pero sólo conseguí dar pasos en falso, como cuando caminas por una cama elástica.
A pesar de las dificultades, conseguí mantenerme a flote y avanzar poco a poco. Por suerte, las olas me ayudaron a conseguir lo que quería. Noté como se acercaba el cuerpo de una ola, me izaba en su cresta y me lanzaba contra un poste metálico.
Mis diminutas pinzas se aferraron a la primera irregularidad que encontré en la meta y, sin tiempo que perder, enfilé por la vertical para escapar de la siguiente ola.
Cuando la ola rompió en el poste, percibí las vibraciones y la agitación del aire provocada por la ligera sacudida, que a mí me resultó descomunal.
El agua alcanzó mis patas traseras, pero mis otras cuatro patas se habían aferrado con firmeza al poste y, en cuanto pude, eché a correr con todo mi ímpetu humano.
Sentí los instintos de la hormiga, una mente indiferente y diseñada como si fuera una máquina. No me causarían ningún problema. No era la primera vez que me transformaba en un bicho así. Estaba preparada. Además, el animal no percibiría nada que le fuese familiar en aquel mundo tan ajeno al suyo.
Continué con la escalada. Entonces, presentí la cercanía de un cuerpo caliente y me llegaron olores de un organismo vivo, probablemente de algún pobre humano, hork-bajir o de uno de esos endemoniados taxxonitas listos para el sacrificio.
Avivé el paso. Había alcanzado el envés del embarcadero y, gracias a las pequeñas irregularidades y baches que iba encontrando, avanzaba sin peligro de caerme al estanque. Aunque sabía que el agua no andaba muy lejos, no aminoré la marcha ni siquiera cuando noté que había pasado de pisar sobre metal a una especie de tela.
De golpe, sentí que volaba a una velocidad pasmosa y, sin embargo, tuve la sangre fría de permanecer agarrada a unas cuerdas que conformaban los hilos de una camisa de algodón.
El portador se había puesto en pie. El yeerk había entrado en el cerebro. Como os imagináis me encontraba sobre la camisa de un controlador, y allí en el cuello mojado de la prenda corría a esconderme.
<¡Ja! Veamos si los robots de caza son capaces de encontrarme aquí>, dije triunfante.