19

—Toma, ahí tienes un murciélago —le ofrecí a Tobías estirando la mano. Después de haber sido uno de ellos, no me daban miedo.

<Gracias.>

—¡Cuidado, se lo va a comer! —bromeó Marco.

—¿Sabéis una cosa? —comentó Jake mientras esperaba a que Tobías adquiriese el murciélago—. Desde el momento en que el señor Edelman pronunció las palabras «puré de avena con sabor a jengibre y jarabe de arce», debí haber supuesto que esto acabaría de alguna forma estúpida.

—Puré de avena instantáneo con sabor a jengibre y jarabe de arce —puntualizó Cassie.

—¿Habéis oído hablar alguna vez del puré de avena en las grandes batallas históricas? —continuó Jake—. La batalla de Gettysburg, por ejemplo, nada que ver con el puré de avena. ¿Midway? Ninguno de los bandos se alimentó de puré de avena. ¿La batalla Tormenta del Desierto? Tampoco.

<Disculpadme un momento pero ¿qué es puré de avena?>, preguntó Ax.

—Es un tipo de comida —aclaró Cassie.

<¿Es sabrosa?>

—¿Cómo puedes pensar en comida en un sitio como éste? —preguntó Marco—. ¿En cacalandia?

—¿Batalla de Bunker Hill? Ni los británicos ni los americanos consumieron puré de avena —prosiguió Jake—. ¿El Día D? No se menciona el puré de avena en ningún sitio.

<Muy bien, estoy listo>, anunció Tobías.

—Vamos allá. Salgamos de este sitio cuanto antes —animé.

Me concentré en el animal. Su ADN procedía de un murciélago marrón común. No era demasiado grande, algo así como un ratón con alas.

Resulta extraño encoger a oscuras porque, al no ver los cambios, se te agudiza el oído y captas ruidos que otras veces no notas. Oí el ruido que hacían los gruesos huesos humanos al licuarse, y también los del estómago, como si estuviera hambriento. Algunos órganos encogieron y otros sencillamente desaparecieron. Todo aquello sucedía en mi interior en un punto en el que no sabía si medía metro y medio o doce centímetros.

Intenté tocarme la cara para comprobar los cambios, pero no pude mover las manos. Me daba la sensación de que las tenía unidas al cuerpo de una manera un tanto rara, y al intentar moverlas oí un chasquido como de cuero.

Agité los brazos y comprobé que tenía alas, de una piel fina como el papel.

Y entonces sentí el poder más importante de los murciélagos, la ecolocación. Disparé un trompetazo ultrasónico. Las ondas de sonido alcanzaron un tono demasiado alto para el oído humano, pero no para mí, que oí a la perfección cada uno de los ecos distorsionados, fragmentados y retorcidos que regresaban al punto de partida.

<¡Oh!>, exclamé de puro asombro. Sólo me había transformado en murciélago una vez y no durante mucho tiempo; por eso había olvidado la cantidad de información alucinante que recibes con la ecolocación.

Es como si a un ciego le devolviesen la visión.

No me refiero a la capacidad de «ver» de los humanos, sino a otra forma de ver, la de percibir formas, filos, mucho o poco espacio. Disparé otro chorro de ondas y «vi» los perfiles de un millar de murciélagos apelotonados por encima de nosotros. Distinguí sus diminutas cabezas y enormes orejas finas, colgados allá arriba con alas plegadas.

Era como si el mundo entero hubiese sido dibujado con pluma y tinta. Todo eran perfiles y contornos, sin rastro de color, y cada imagen duraba sólo un instante, el rato que permanecía el eco.

Cuando los otros empezaron a lanzar ondas, yo dupliqué las mías.

¡Sí! Veía la cueva. Era como un dibujo de cómic de una cueva, líneas finas y gruesas.

Agité las alas y me elevé con lentitud. Di un brusco giro, absolutamente segura de la dirección que tomaba.

<No es como ver, pero es mucho mejor que estar ciego>, comentó Cassie, dejando escapar un suspiro de alivio.

En ese momento me di cuenta de que a los demás también les agobiaba aquella oscuridad eterna.

<Al Batmóvil, Robin>, dijo Marco.

<¿Qué tal si nos largamos de aquí?>, sugirió Tobías.

<Yo me apunto>, corroboró Jake.

Revoloteamos siguiendo la trayectoria serpenteante de la cueva, entre un manto colgante de estalactitas de murciélago en el techo y una alfombra de estalagmitas de guano de murciélago en el suelo.

Enseguida noté la salida. Los ligeros cambios de presión atmosférica y los cambios de temperatura anunciaban la salida. Pero entonces…

<Chicos, ¿notáis eso?>, pregunté.

<Viene de la izquierda —indicó Ax—. Según mi ecolocación, por allí hay una apertura, pero no al exterior.>

<Oh, no>, exclamé. Presentía la apertura de la cueva, pero también percibía aquella otra salida, y me podía imaginar a dónde conducía.

<Podemos irnos a casa>, anunció Jake. Era nuestra ocasión de abandonar, a Jake le parecía bien que nos olvidáramos de todo aquello. No quería obligarnos a continuar.

En todos los grupos cada uno de sus miembros desempeña un papel o, al menos, es así como funciona. Mi papel consistía en decir: «Vamos, sigamos adelante, para eso hemos venido».

Pero estaba cansada. Tantos días de excavación para acabar en aquella estúpida cueva.

<Vamos, para eso hemos venido>, dije al fin.

Una vez que desempeñas un papel resulta difícil desmarcarse.