El sitio que Tobías había elegido era una caseta de herramientas del patio trasero de una casa vacía, en cuya entrada había un letrero desvencijado de «Se vende», oculto casi por la hierba.
La casa daba a la carretera principal y estaba flanqueada, a un lado, por una tienda que vendía un poco de todo y, al otro, por un lugar en el que podías ir a darte baños de agua caliente. El tráfico era intenso, así que el ruido era bastante insoportable. No muy lejos, por detrás de la casa, se distinguía un pequeño parque desamparado, con un puñado de árboles, unas mesas de picnic y una colina pedregosa e irregular. Daba la sensación de que en aquella casa no había vivido nadie desde hacía mucho tiempo.
La caseta de herramientas era de hojalata y estaba oxidada por el paso del tiempo. El suelo del interior era de tierra y, a excepción de algunas bolsas de abono para plantas y un rastrillo, estaba casi vacía.
—Perfecto —declaró Jake—. Un poco estrecho, pero ideal. En cuanto nos hayamos transformado en topos habrá espacio suficiente.
—Ejem… —añadió Cassie aclarándose la garganta—, tal vez debería haberlo mencionado antes, pero no hace falta que todos nos convirtamos en topos a la vez, al menos al principio. Los topos cavan de uno en uno.
Nos quedamos mirándola fijamente mientras asimilábamos la información. No se por qué me había imaginado que estaríamos juntos allá abajo. Aquello cambiaba mucho las cosas.
—¿Vamos a estar allá abajo solos? —preguntó Marco tragando saliva—. ¿Bajo tierra? ¿Sin aire y rodeados de tierra por los cuatro costados?
—Bueno, te vas a convertir en topo, ¿no? —replicó Cassie al tiempo que se encogía de hombros.
—Ah, vale, entonces no pasa nada —añadió Marco con tono sarcástico—. Como seremos topos, no importa estar a seis metros bajo tierra sin una gota de aire.
—Ya eres mayorcito, Marco —pronuncié—. No te pasará nada.
No sé por qué digo esas cosas. Soy una bocazas, me salen solas.
—Señoras y caballeros —anunció Marco depositando la mano sobre uno de mis hombros—, tenemos una voluntaria.
¿Qué podía decir? No tenía más remedio que asumir las consecuencias de mis propias palabras.
—Muy bien, miedica, ya voy yo primera.
Con todos nosotros allí dentro, hacía calor y parecía como si faltara oxígeno. Empezaba a sentir un poco de claustrofobia, ya sabéis, pánico a los sitios cerrados. Me dibujé una imagen mental del topo y la tecnología andalita se puso en marcha, de modo que empecé a experimentar los primeros cambios.
Enseguida noté más espacio a mi alrededor. Los cuerpos que antes me agobiaban empezaron a alejarse a medida que yo encogía, aunque no lo hacía a la misma velocidad por todo el cuerpo. Mis piernas y brazos menguaban mucho más deprisa.
¡BOMP! Mis piernas se esfumaron y automáticamente aterricé de culo en el suelo.
—¡Haala! —exclamó Jake—. ¡Sujetadla!
Jake y Cassie me agarraron justo antes de que perdiera el equilibrio, pero demasiado tarde para mantener mi dignidad.
—¡Je, je, je, ja, ja, ja! —se rió Marco.
Cassie soltó una risa ahogada.
Mis piernas habían desaparecido. Mis brazos habían quedado reducidos a las manos. Conservaba mi aspecto humano, sólo que en lugar de piernas, tenía pies.
Jake y Cassie me sujetaron por los hombros para que mantuviera el equilibrio. Me sentía como uno de esos muñecos a los que pegas un puñetazo y se balancean hasta volver a su posición inicial. Estaba sentada en el suelo, y mientras agitaba los dedos de las manos y de los pies, deseaba con todas mis fuerzas estrangular a Marco.
—¡Espera a cue ti llegui tu tuuurno, nyarco! —grité algo casi incomprensible porque en aquel preciso momento mi rostro empezó a estirarse.
Me tumbaron boca abajo, puesto que ya medía medio metro. Mi cuerpo empezó a cubrirse de un pelaje grueso marrón oscuro que me otorgó el aspecto de topo casi por completo.
Mi rostro seguía creciendo, conformando un alargado hocico típico de roedor.
Todos mis miembros parecían encoger, excepto mis manos, que crecían aunque siempre de forma relativa al resto. Dios mío, aquellas manos eran como palas terminadas en garras, enormes palas planas, duras, sin pelo y con unas uñas achaparradas en el extremo de cada «dedo». Mientras las contemplaba, se giraron hacia fuera.
De repente, perdí la vista. Al principio pensé que me había quedado ciega por completo, pero enseguida me di cuenta de que era capaz de percibir las diferentes tonalidades de luz.
Además de estar casi ciega, mi oído era pésimo. Percibía los ruidos débiles y lejanos, como cuando escuchas detrás de una puerta. Ni siquiera el sentido del olfato era digno de mencionar.
Sin embargo, un sentido nuevo estaba transmitiendo muchos datos a mi cerebro. ¡El tacto! Mi nariz parecía haber cobrado vida y era tan sensible al tacto que era capaz de sentir las corrientes de aire que había a mi alrededor.
En aquel estado, casi ciega y con un oído pésimo, me invadió el pánico. ¿Se suponía que debía comenzar a cavar en aquel estado? ¿Ciega y medio sorda?
Sin embargo… sentía la tierra debajo de mis manos de pala y de mis patitas traseras de rata; la arena me rascaba la barriga. Palpé el suelo con el hocico y sentí su textura, humedad y dureza. Bajo tierra estaría a salvo y más cómoda.
Además, estaba hambrienta.
Sin más tiempo que perder, comencé a cavar.
—Vaya, se ha puesto manos a la obra en un periquete —oí decir a una voz lejana.
—Pues a mí me sigue pareciendo una rata.
Clavé las uñas en el suelo y con las palas de mis «manos» iba apartando la tierra hacia atrás. Una vez había empezado, no podía parar. El deseo de cavar iba en aumento. ¡Debía seguir adelante! Aquellas sombras gigantescas de color gris tiritaban y al hacerlo, me permitían percibir los cambios de intensidad de las tonalidades claras.
¡Cavar! El calor de la tierra me atraía. En alguna zona débil de mi cerebro guardaba una imagen mental de un agujero pequeño y acogedor, lleno de cómodas hierbas, ramitas y algún que otro resto de basura.
Me imaginaba la escena: después de andar por los túneles, volvería a mi agujero y me enrollaría como un ovillo a la espera de que apareciese algún escarabajo y depositara sabrosos huevos; o si no, saldría a recorrer los negros túneles hasta dar con un jugoso gusano regordete.
¡Umm… me gustaba la idea!
—¿Sabéis una cosa? Me parece que no controla del todo los instintos del animal.
—¡Qué va, qué dices! ¿Acaso te crees que los instintos de un topo son lo bastante fuertes como para dominar el cerebro de Rachel?
—Hmm, ¿Rachel? ¡Ey, Rachel! ¿Cómo vas?
Cavar, cavar y cavar. La mitad superior de mi cuerpo se arrastraba por el suelo al calor de la tierra. Sentía la necesidad de excavar hasta ocultar mi cuerpo en la oscuridad del túnel, en donde la seguridad del calor y la tierra húmeda me protegerían.
—No responde. El topo la esta dominando. Jamás habría pensado que los topos poseían unos instintos tan poderosos. Será mejor agarrarla antes de que se esconda bajo tierra.
De repente, algo me agarró del rabo y tiró de mí hacia arriba. Intenté con todas mis fuerzas aferrarme a la tierra para frenar el tirón, pero fue inútil.
Me izaron en el aire. ¡Estaba a la intemperie, expuesta a todo tipo de peligros! No había nada a mi alrededor, excepto aire. ¡Aire! ¡Aire! ¡Vacío!
—¡Rachel, recupera el control! El topo te está dominando.
Cuando por fin volví en mí, fue como si… bueno, como si me sacaran de un túnel a la luz del día. ¡Había regresado! ¡Era yo de nuevo! Un yo que miraba la realidad a través de los ojos inútiles de topo.
<¡Os equivocáis!>, repliqué.
—Sí, claro —oí que decía Marco.
<Quería terminar cuanto antes. ¿No estoy aquí para cavar? Pues eso hacía, listillo.>
—Muuuy bien, Rachel. O sea que todo va bien. Lo tenías todo controlado.
Volví a ponerme manos a la obra, sólo que entonces la tierra ya no me parecía tan cálida ni tan acogedora.