<Veis, esto es lo que pasa cuando Rachel empieza con eso de «¡Vamos allá!» —protestó Marco mientras cruzábamos a toda prisa un suelo muy sucio—. Siempre acabamos huyendo de arañas que nos quieren comer o cualquier cosa por el estilo.>
<No sé de qué te quejas, Marco —repliqué—. La única que ha salido perdiendo hoy he sido yo.>
<No os separéis de la base de la pared —indicó Jake—. No quiero que me pisen. Ya me aplastaron una vez cuando me convertí en mosca y tuve más que suficiente. Sólo faltaría que ahora me pisaran.>
Como podéis imaginar, los tres estábamos un poco nerviosos.
<Decidme una cosa, ¿creéis que Tobías se la ha comido?>, preguntó Marco.
<Con gusto a plátano>, añadí.
Soltamos una risa nerviosa y continuamos a lo largo del rodapié de caucho de la cocina. Entonces tropezamos con una ranura en la pared y por allí nos colamos. Me alegré de perder de vista la luz y los posibles pisotones.
<He visto al tipo>, informó Cassie por telepatía.
<Pero ¿se puede saber que hacéis?>, pregunté desconcertada.
<Ax se ha transformado en aguilucho y yo en águila pescadora. Hemos examinado todas las ventanas para ver si localizábamos al señor Edelman y, efectivamente, está en la segunda planta, por encima de la cocina y a unos seis metros al fondo del edificio. Está en una habitación con otros tres pacientes. Llevan ropa de hospital y zapatillas. Están viendo la televisión.>
<Sí, el programa La isla de Gilligan.>, puntualizó Ax.
<Un momento, ¿cómo lo sabe?>, preguntó Marco, a lo que nadie contestó.
<Muy bien, vamos hacia arriba>, indicó Jake.
El interior de las paredes es el hogar por excelencia de las cucarachas. De hecho, nos topamos con varios montones de excrementos de esos animales. Es algo que el cerebro de una cucaracha percibe de inmediato.
Por lo demás, el interior de la pared estaba bastante limpio. Avancé por una gran superficie de madera, cuyas vetas semejaban ondas bajo mis patas. De repente me topé con un clavo tan grande como una mujer alta.
A izquierda y derecha se alineaban las partes traseras de los tablones de conglomerado, lisos, grises y monótonos, por los que intentamos enfilar; sin embargo, como nos escurríamos, optamos por uno de los travesaños verticales de madera.
Teníamos que escalar unos dos metros y medio y, aunque suene raro, aquello era como volar. El «suelo» parecía retroceder y cada vez quedaba más lejos. Sabía que, si me caía, no me haría daño pero, aún así, en aquella posición, trepando de lado por una madera y desafiando la gravedad, parecía peligroso.
Después de un buen rato, llegamos al extremo final del travesaño y nos acomodamos en un espacio entre la vertical que seguíamos y un travesaño que cruzaba. Estábamos justo por debajo del suelo de la segunda planta, pero las cosas empezaban a complicarse: una placa de madera cubría casi todo el envés del suelo y no había manera de encontrar una ranura. Al final, descubrimos una pequeña grieta y, tras comprobar que de lado podíamos avanzar, nos pusimos manos a la obra, rozándonos el cuerpo con las astillas que se interponían en nuestro camino.
Mis antenas se agitaban sin cesar para obtener información sobre aquel túnel cuadrado y largo que se extendía por delante de mí. La oscuridad era casi absoluta, sólo se vislumbraba un minúsculo haz de luz procedente del piso superior. Después del episodio de la araña, tenía los nervios a flor de piel; cualquier cosa me asustaba. A saber con qué nos encontraríamos en ese enorme espacio negro…
<Esa luz debe venir de alguna ranura —dijo Jake—. Supongo que lo mejor es que nos dirijamos hacia ella, a no ser que alguien tenga otra idea.>
<Yo —intervino Marco—. Salir de aquí, volver al centro comercial y ver cuántos bollos de canela es capaz de comerse Ax antes de explotar.>
<Oh, venga, parecéis unas niñas —repliqué haciéndome la valiente—. Vamos allá.> Enfilé por los tablones de conglomerado que formaban el envés del suelo, flanqueado a derecha e izquierda por unas paredes de madera tremendamente altas.
Cuando llegamos a la luz, empecé a sentirme mejor, al contrario que el cerebro de la cucaracha. Nos topamos con un tubo de metal tan grande como una secuoya talada, del que salían otros dos más pequeños hacia el segundo piso, hacia la luz.
<Cañerías>, dedujo Jake.
De repente, algo se agitó en la oscuridad.
<¡Aaahhh!>, grité.
<Una cucaracha hermano —aclaró Marco—, o hermana.>
<Venga, acabemos con esto de una vez>, apremié y, acto seguido, escalé por la tubería vertical más cercana y segundos después mis antenas asomaban a la luz por debajo de una pila.
<Estamos en un cuarto de baño —informé—. Vamos.>
Salimos por el agujero y enseguida notamos bajo nuestras patas las frías baldosas blancas del lavabo.
<¿Estaremos en el lugar correcto?>, preguntó Marco.
<No sé. Olvidé traer el mapa del interior de las paredes del manicomio —contesté—. Quizá los de fuera nos lo puedan confirmar. Allí hay una ventana.>
Enfilé por las baldosas hasta llegar a la malla metálica de la ventana. Aunque percibía la luz, era incapaz de ver a través del cristal.
<Cassie, Ax, Tobías ¿veis una cucaracha en una ventana?>
<Sí —contestó Ax—, te estoy viendo. Estás en una habitación pequeña justo al lado de la habitación del humano llamado Edelman.>
<Gracias —me reuní con mis compañeros—. Muy bien, y ahora ¿qué?>
<Pues ahora hay que hablar con el señor Edelman —indicó Jake—. Tenemos que conseguir que venga hasta aquí. Nadie nos molestará.>
<Y después ¿qué? Habla con una cucaracha, ¿no?>
<No, uno de nosotros recuperará su cuerpo humano y hablará con él>, decidió Jake.
<Espera un momento —interrumpió Marco—. ¿No crees que es un poco raro que un niño aparezca por arte de magia en su cuarto de baño? ¿No crees que sospechará?>
<Este es un centro para enfermos mentales, Marco —observó Jake—. ¿Quién le va a creer?>
<Yo me encargo de hablar con él —me ofrecí—. Al fin y al cabo, soy responsable del señor Edelman. No olvidéis que fui yo quien lo rescató. Estoy empezando a arrepentirme de haberlo hecho. Por favor, quitaos de en medio. No me gustaría pisaros sin querer.>
Empecé a recuperar mi cuerpo.
Los cuadrados de las baldosas comenzaron a disminuir de tamaño mientras yo crecía y crecía como aquella judía mágica del cuento que crece hasta llegar al cielo.
De repente la puerta se abrió. Quien quiera que fuese se iba a llevar una sorpresa cuando viera a un ser de sesenta centímetros con la piel del aspecto del azúcar quemado, unas antenas descomunales en la frente, unos ojos humanos, unas piernas medio humanas erizadas de pelillos afilados como dagas, una melena rubia y un enorme abdomen de un color marrón amarillento con palpitaciones.
Un hombre avanzó hacia el váter arrastrando las zapatillas. Vaciló y se volvió muy despacio.
En aquel momento, mi boca humana empezaba a formarse. Los labios sustituyeron a la boca de la cucaracha.
—Hola, ¿puedes decirle a George Edelman que venga?
—Claro —asintió el hombre, y se encaminó hacia la puerta. Antes de salir, se volvió—. ¿Eres real?
—No, sólo soy producto de tu imaginación.
—Ah. Enseguida te traigo a George.