8

La caída me pareció eterna, aunque calculo que en realidad serían unos quince centímetros.

Llegué al fondo; no era liso, sino más bien curvado y con cierto grado de inclinación. Intenté agarrarme con las diminutas púas de mis patitas, pero me escurrí.

Jake y Marco cayeron cerca de mí.

Miré a mi alrededor con la esperanza de descubrir algo en aquella penumbra. Me encontraba sobre un objeto casi cilíndrico, sólo que además era curvado. A su lado, y apretado contra él, había otra cosa de esas. Aquello debía de ser diez veces más grande que mi cuerpo. ¡Un momento! Había más, estaban por todas partes. Ah, y aparte de ser cilíndricos y curvados, todos terminaban en una afilada punta.

Algunas de esas cosas curvadas se juntaban en una sola punta, como si fueran un racimo de…

<Plátanos —dedujo Marco—. Estamos en una caja de plátanos.>

<Vaya, ese debe ser el olor dulce que percibíamos —corroboró Jake—. Bien. Esto no debería ser muy difícil. Ahora nos están transportando y estaremos dentro en pocos segundos.>

<¡Qué asco! Cucarachas en los plátanos —comenté por decir algo mientras esperábamos—. Tal vez por eso Cassie lava los plátanos antes de pelarlos.>

<No —–corrigió Jake—. Lo hace por los pesticidas. Ya sabes, veneno.>

<¿Veneno? —repitió Marco visiblemente preocupado—. Yo me encuentro bien, o eso creo.>

<De haber algo, sólo quedarían los rastros —informó Jake—, pero supongo que rocían veneno sobre las plantaciones bananeras allá de donde vengan, Ecuador o por ahí.>

<¿Ecuador? ¿Se te acaba de ocurrir así sin más ese nombre? ¿Ecuador? —preguntó Marco—. De todas formas, estoy seguro de que Cassie se equivoca. ¿Qué sustancia o bicho sería capaz de atravesar la piel de un plátano? Si es como el cuero de treinta centímetros de grosor.>

<Creo que es por las arañas —añadí—. ¿Nunca has oído que a las tarántulas les encantan los plátanos y que se han descubierto muchas rondando por ellos? Pasa muy a menudo. Se cuelan en las bodegas de los barcos y…>

<Perdón, ¿has dicho tarántulas?>, gimió Marco.

<Venga, hombre, ¿cuántas probabilidades tenemos de que haya una de ellas justo en esta caja?>

Desgraciadamente en aquel momento supe la respuesta. La caja había salido del camión y un rayo de sol la inundó de luz, se coló por la abertura e iluminó los plátanos. Era un paisaje estrambótico, curvas por todas partes, como si alguien con un transportador de ángulos hubiese dibujado un infinito revoltijo de arcos.

Ahí estaba, a unos veinte centímetros, acomodada plácidamente sobre un racimo de plátanos. Era, y no exagero, tan grande como un elefante.

<Hum, chicos, no os mováis, ¿de acuerdo?>

<Venga, ya —replicó Marco—. Pero ¿te crees que somos tontos? Ahora resulta que hay una tarántula. ¿Y se supone que debo gritar como un imbécil mientras tú te desternillas de risa?>

<Marco, Jake, mirad hacia atrás.>

Imagino que lo hicieron.

<¡Aaaaaahhhhhhhhh!>

<¡Aaaaaahhhhhhhhh!>

Salieron corriendo y entonces la araña se movió.

Aunque las cucarachas son rápidas, las tarántulas corren más.

Nunca hubiera creído que algo tan grande se moviese tan rápido. Supongo que había sido un viaje largo desde Ecuador y aquella araña debía de estar hambrienta.

<¡Rachel! ¿Dónde estás?>, gritó Jake.

Aunque todo era muy borroso, logré distinguir ocho patas peludas, un enorme pico asesino como el de un halcón y ocho ojos espeluznantes apelotonados en un gigantesco rostro peludo.

¡Dios mío! ¡Venía a por mí!

Salí de allí pitando. Salté todo cuanto una cucaracha es capaz. En algún minúsculo rincón de mi diminuto cerebro los instintos del animal gritaban:

«¡Vuela! ¡Vuela!».

Abrí la dura cáscara que protegía mis alas de gasa y eché a volar. Era un decir, porque debí de avanzar cinco centímetros. El vuelo de las cucarachas no vale una…

¡La tenía encima! ¡En cualquier momento caería sobre mí! El sol iluminaba con fuerza hasta que, de repente, una sombra se cernió sobre nosotros. No era la de la araña, sino algo más grande y desde más lejos.

Miré hacia arriba y distinguí un par de agujeros de nariz de padre y señor mío, con pelillos incluidos, y por encima unos ojos humanos que brillaban con una intensidad extraña.

Intenté huir, pero la araña se encabritó, azotando las patas delanteras como un caballo asustado. Bajó una de las patas con tal rapidez que me sorprendió en la huida. Me aprisionó, clavándome una de sus pinzas en mi pata central izquierda. Me debatí y revolví, pero no había escapatoria.

Aquellas mandíbulas estaban a punto de destrozarme cuando…

—¡Oh! ¡Oh! ¡Aaaarrrrggghhh! ¡Una araña!

En un segundo el mundo se volvió del revés y yo caí al vacío enganchada a la tarántula, en medio de una avalancha de plátanos enormes como tuberías de cemento de una alcantarilla.

¡BUUM! Un puñado de plátanos nos cayó encima en plena luz del día.

El cocinero, presa del pánico, había empujado la pila de cajas que transportaba en la carretilla. La caja de plátanos se había estrellado contra el suelo justo en la plataforma de descarga.

—Pero ¿qué haces con mis plátanos? —le gritó el conductor, y enseguida vio la araña—. ¡Qué horror! ¡Mátala!

A pesar de la lluvia de plátanos y del montón de golpes que recibimos, la araña no me soltó, y además del terror que sentía, aquel chorro de luz era insoportable.

«¡Corre!», gritaba el cerebro de la cucaracha.

«¡Corre!», corroboré yo.

—¡Písala! —gritó alguien tan alto que las vibraciones me recorrieron el cuerpo de arriba abajo.

Una enorme sombra se proyectó sobre nosotros a cámara lenta.

¡FiiSH! El jugo de un plátano se esparció por todas partes bajo el impacto de un enorme zapato, salpicándonos a todos.

La tarántula seguía en sus trece, no me soltaba. Ocho enormes ojos negros inexpresivos me contemplaban al tiempo que aquel pico hambriento rechinaba y se estiraba para engullirme.

<¿Es ése uno de vosotros?>, gritó Tobías desde lo alto.

Benditos sean los millones de años de evolución que han dotado a los ratoneros de una visión tan poderosa. ¡Bendita sea tu vista, Tobías!

<¡Soy yo!>, grité.

No vi el descenso de Tobías. Sólo alcancé a ver la imagen arriba de unas gigantescas garras afiladas atrapando a la araña; segundos después, la imagen había desaparecido.

En cuanto a mí, me había aferrado con fuerza a uno de los plátanos y del tirón me quedé sin una de mis patas, que la araña había determinado no soltar. Me dolió de una forma un tanto distante y vaga, pero en cualquier caso, las cucarachas son fuertes.

<¡Vamos! ¡Moveos! —ordenó Jake—. ¡Buscad la sombra! Eso nos conducirá al interior del edificio.>

Seguimos sus instrucciones. Yo avanzaba más despacio y no podía evitar torcerme hacia el lado en el que me faltaba una pata.

<Humm. No ha estado nada mal>, comentó Tobías desde lo alto.