El viento me cortaba la cara. Usé hasta el último gramo de los instintos voladores del águila para ganar velocidad. ¿Sería suficiente?
Me encontré casi frente a frente con el hombre durante un instante. El tiempo pareció detenerse un segundo, como una de aquellas escenas del Correcaminos en las que el coyote se queda suspendido en el aire. Pero tan solo fue un momento porque, acto seguido, cayó a plomo.
Saqué mis garras, las extendí y me aferré a un fragmento del cuello de la chaqueta. Inmediatamente su velocidad de caída me arrastró y pasé a hincarle la otra garra, justo en torno a la clavícula. Creo que le dejé una hermosa señal, pero aquel era el menor de sus problemas.
Abrí las alas, que fue igual que si hubiera abierto un paraguas. Lo máximo que conseguí frenar debió de ser un kilómetro por hora. No mucho, la verdad.
Entonces apareció Tobías como si fuera un misil autodirigido y agarró al hombre por el brazo izquierdo. El siguiente en aparecer fue Jake, que sujetó al individuo por la parte trasera del cuello del traje.
Conseguimos frenar un poco más la caída, aunque no lo suficiente.
<¡Acercaos hacia el agua! —gritó Tobías—. ¡No agitéis las alas, inútiles! ¡Planead!>
Pasé por alto el insulto de Tobías. En temas de vuelo, él es el experto y en una situación como aquella no le podía exigir que midiera sus palabras.
—¡Aaaaaahhhhhhhhhh! —el hombre soltó semejante grito que estuve a punto de soltarlo. Me miraba fijamente a los ojos, su ojo izquierdo tan solo a dos centímetros de mi ojo derecho. Parecía un tipo normal y corriente, de mediana edad, si ignoramos el hecho de que gritaba aterrorizado.
Cassie y Ax llegaron en aquel momento y, poco después, Marco, que agarró al hombre por el único sitio libre, la parte trasera de la chaqueta del traje.
<Alinead las alas siguiendo mi ángulo —ordenó Tobías—, como si quisierais planear al mismo nivel y moveos en dirección al río.>
Seis aves rapaces sostenían al individuo, que no cesaba de gritar. La caída no era tan rápida, pero nunca sobreviviría a un impacto contra el cemento.
El suelo se acercaba metro a metro, mientras hacíamos lo posible por acercarlo al agua.
Quería echarme a reír. Era como un extraño problema de geometría. La suma de los cuadrados de los ángulos… ¿Lo conseguiríamos?
El suelo estaba cada vez más cerca. Los coches por debajo avanzaban a unos noventa kilómetros por hora.
Entonces divisamos la franja de césped. ¡Dios mío! Íbamos a alcanzar el suelo, estábamos sólo a un metro cuando por fin apareció el agua.
<¡Soltadlo! —gritó Tobías—. ¡Cuidado con la fuerza centrífuga!>
Aflojamos la presión de las garras y el hombre cayó. En cuanto a mí, libre del peso, perdí el equilibrio y rodé por el aire, perdiendo por completo el control. Batí las alas, di unas cuantas volteretas, volví a agitar las alas y milagrosamente recuperé el equilibrio.
«Vaya, así que era eso lo que Tobías quería decir con fuerza centrífuga», pensé.
¡ZUUUM! Volé tan a ras de la superficie del agua que esquié por encima de las olas con el pecho.
Extendí las alas y conseguí elevarme.
<¡Guau! ¡Yuhuuu! ¡Qué alucine! —exclamé y, acto seguido, me sentí culpable—. ¿Todo el mundo está bien?>
Describí unos círculos e intenté localizar al hombre, pero no había ni rastro de él. No había salido a la superficie. Miré a través del agua turbia y oscura del río, y allá abajo, a unos tres metros de profundidad, lo divisé agitando los brazos como un poseso, revolcándose, formando burbujas y con el rostro transfigurado por el terror.
<No puede ser verdad —protesté—. ¡Se ha quedado atrapado en el barro del fondo del río! Cassie, Marco, vamos allá. Somos aves acuáticas, ¿no?>
Me lancé en picado hacia el río.
Fue una sensación vertiginosa. Primero aire cálido y segundos después agua fría.
Al entrar en el agua, la sensación dejó de gustarme. Aunque el agua no se filtró en mis plumas, me impedía agitar las alas. Había asumido demasiado rápido que podría volar por debajo del agua. Me había equivocado de lleno. Las águilas se pueden sumergir en el agua y robar algún que otro pez en su impulso cerca de la superficie, pero eso no las convierte en patos.
<¡Cassie! ¡Marco! ¡Deteneos!>, grité por telepatía.
<A la orden —replicó Marco—. A ver si te crees que los demás estamos tan locos como tú.>
<¡Rachel! ¡Transfórmate! —indicó Cassie—. ¡No le queda mucho tiempo!>
Yo ya había empezado a cambiar. Siempre que te transformas, tienes que recuperar tu forma natural antes de alcanzar la forma deseada. Así que allí estaba yo, un pájaro mojado, que empezaba a recuperar mis pulmones y a sentir que me faltaba el aire al tiempo que me arrastraba la corriente.
Me transformé todo lo rápido que pude. El miedo siempre ayuda.
En cuanto recuperé los brazos y las piernas, me impulsé todo lo deprisa que pude hacia la superficie, hacia la barrera plateada que separa el agua del aire, con un cuerpo que era todavía una combinación de miembros mutantes, mitad pájaro mitad humano.
Saque la cabeza de golpe.
—¡Aaaaarrrgghhh! —gritó alguien.
—Dios mío, ¿lo habéis visto? —oí que decía una voz procedente de una motora. Imagino que habían estado escuchando la música que se oía del famoso Planet Hollywood.
Tomé aire y me sumergí de inmediato.
—Creo que era un cadáver.
«Gracias —pensé yo—, espero que no sea una profecía».
Me concentré en el delfín, cuyo ADN ya formaba parte de mi cuerpo y, en pocos segundos, me convertí en una horripilante combinación de humano y delfín.
La piel de goma de color gris y mis piernas se integraron para dar paso a la cola, y mis manos empezaban a convertirse en aletas.
Me impulsé hacia el lugar donde se debatía el pobre hombre que se había intentado suicidar. En aquel momento, creo que dejé de sentir lástima por él; todo aquel asunto me empezaba a irritar de verdad. Es que no entiendo a la gente que se intenta suicidar. Pero ¿no se dan cuenta de que si permaneces con vida, al menos siempre te queda una esperanza? Si te matas, desde luego no hay solución. Creo que no hay que ser muy listo para saber algo tan básico.
Para colmo, me estaba perdiendo el pase de moda.
De repente, la figura del tipo surgió delante de mi pico de delfín. El pobre hombre mostraba marcas de barro hasta los muslos. Había intentado liberarse, pero todavía estaba clavado hasta las rodillas. El cuerpo había perdido la fuerza y se balanceaba al ritmo del agua. Sin embargo, estaba casi segura de que no moriría si lo ayudaba enseguida, al muy estúpido.
Con el pico por debajo de la chaqueta, lo empujé hacia atrás hasta tenerlo prácticamente recostado en el lomo y me impulsé con todas mis fuerzas hacia la superficie.
Salió del barro como quien descorcha una botella de champán, levantando una nube de tierra que enturbió las aguas. Lo conduje hacia la superficie y lo empujé hasta la orilla, donde unos brazos muy fuertes lo rescataron y lo transportaron hasta una zona seca.