<Me encantaría que Rachel y Tobías vieran esto —comentó Cassie con un tono que dejaba entrever una mezcla de asombro y amargura—. No se parece en nada al de la Tierra.>
Cassie estaba en lo cierto. Puede que el continente fuese un lugar aburrido y sin interés, pero el fondo del mar resultaba increíble. Aunque en el fondo del mar del planeta Tierra existen unas criaturas fascinantes, la mayor parte del tiempo sólo ves el fondo arenoso a través de aguas turbias. Allí, en cambio, estábamos a unos doce metros de profundidad y veíamos con todo lujo de detalle.
El agua era tan clara como el aire, de hecho más porque el aire de Leera está tan cargado de humedad que a veces tienes la sensación de estar respirando nubes.
El paisaje resultaba espectacular: enormes criaturas danzaban en el agua como veleros blancos y amarillos, de forma triangular con propulsores biológicos en cada esquina, lombrices o serpientes de un azul eléctrico brillante, de unos veinte metros de longitud, se desplazaban en bancos nerviosos; una extraña criatura, que avanzaba en movimientos ascendentes y descendentes, respiraba a través de una especie de vejiga tan delgada que casi se transparentaba; un pez alucinante, con forma de tornillo, avanzaba girando sobre sí mismo.
Lo más llamativo de todo era que el mar estaba plagado de criaturas como aquéllas. Era un auténtico hervidero.
Unas chimeneas de roca y tierra, diseminadas por todo el fondo y recubiertas de una capa de bichitos incrustados que se revolvían en la corriente, escupían burbujas sin parar. Los sentidos del tiburón captaron la descarga eléctrica de aquellas chimeneas y el calor intenso que desprendían.
En aquel instante, un enorme banco de brillantes lombrices azules rodeó una de las chimeneas y entonces sentí la transmisión de un flujo de energía desde la chimenea hasta las lombrices.
<¡Fijaos en eso! —exclamó Cassie olvidando las penas—. Miles de biólogos marinos serían las personas más felices de la Tierra si pudieran estudiar una zona tan pequeña como ésta. ¡Los animales! ¡Las plantas! ¡Los… como se llamen! Ojalá supiera más. Mi madre tiene una amiga que estudia la ecología de los arrecifes de coral; apuesto a que daría un brazo por pasar una hora aquí.>
<Las criaturas se alimentan de energía geotérmica y de la descarga eléctrica que despiden esas chimeneas —expliqué—. Puede que no haya depredadores.>
<Sí que los hay —corrigió Marco en tono sombrío—. Los yeerks están aquí, y nosotros también. Por ahora, claro. Hasta que… «puff», desaparezcamos como Rachel y Tobías.>
Aquel comentario nos devolvió a la cruda realidad, pero a pesar del miedo, la tristeza y la desesperación, resultaba imposible pasar por alto aquel increíble paisaje.
Avanzamos apesadumbrados por aquellas pacíficas aguas. Los yeerks habían sido muy listos al elegir los peces martillo como tropas para hacerse con el control del fondo submarino. Ninguna de aquellas extrañas criaturas poseía dientes afilados o mandíbulas asesinas. Marco tenía razón, los depredadores éramos nosotros.
<¡Ey! ¡Mirad! ¡Abajo a la izquierda! —exclamó el príncipe Jake—. ¿No son leerans?>
Miré hacia donde nos indicaba. En efecto, aquel se parecía al ejemplar que vimos en la Tierra en compañía de Visser Uno.
En su mayor parte son de color amarillo. Su piel es resbaladiza, como si estuviera cubierta de cieno, aunque el tacto resulta áspero como la gravilla. Poseen unas enormes patas traseras palmeadas y, en lugar de brazos, cuatro tentáculos dispuestos alrededor de unos cuerpos regordetes con forma de barril.
La cabeza es de unas dimensiones considerables, con una protuberancia en la parte posterior y sin cuello que la una a los hombros. La cara se prolonga hacia delante y en ella sólo se distingue una boca descomunal, de aspecto un tanto ridículo, y unos ojos saltones de un color verde tan luminoso que da la sensación de que tengan luz por dentro.
Cuatro de ellos se acercaban hacia nosotros en motos de agua, una especie de estrechos y alargados tubos, con la punta acampanada para formar una especie de ala, y el extremo final también acampanado para una mejor maniobrabilidad. Dispuesto alrededor del ala posterior, un conjunto de tubos estrechos apuntaban hacia el exterior.
<Probablemente quieran averiguar qué somos —añadió Cassie para quitarle hierro al asunto—. Jamás han visto nada semejante.>
<Son los buenos de la película, ¿verdad? —preguntó Marco—. Es decir, a los que todo el mundo trata de rescatar de los yeerks.>
<Sí, pero quizá deberíamos intentar comunicarnos con ellos. De esa forma nos podrían guiar hasta la ciudad Leeran más cercana.>
<Hazlo>, aprobó el príncipe Jake.
<¡Leerans! —grité yo—. ¡Soy un andalita transformado!>
¡Buuuummmmmmp! El arpón atravesó el agua ligeramente más despacio que una bala humana. Me aparté a la izquierda con rapidez. ¡Demasiado tarde! El arpón me agujereó la cola y siguió su viaje.
<¡Ey!>, gritó Marco.
<¡Soy andalita! ¡Andalita! —grité—. ¡Vuestro amigo! ¡Vuestro aliado!>
<Aximili-Esgarrouth-Isthill y tres humanos del planeta Tierra. No sois nuestros aliados —proclamó una voz helada por telepatía que, acto seguido, se echó a reír—. Ante los poderes mentales de los leerans no hay secretos.>
De repente el agua se convirtió en una maraña de arpones.
Aquella vez no nos pillaron por sorpresa, aunque tampoco fuimos lo bastante rápidos. Uno de los punzantes arpones fue a clavarse en uno de mis laterales. El príncipe Jake consiguió sortearlos, pero a Cassie le dieron de lleno varias veces y a Marco dos. Borbotones de sangre de pez martillo manchaban las cristalinas aguas.
<¡Muere, andalita! ¡Morid, humanos! —se reían los controladores leerans—. Llevaremos vuestros cadáveres ante Visser Cuatro.>
<¡Genial! ¡Una guerra fantástica! No se sabe de parte de quién esta cada cual —se quejó Marco—. ¿Qué es esto? ¿Otro Vietnam?>
Aunque tres de nosotros estábamos heridos, ninguno había muerto todavía o estaba inutilizado. Los arpones eran rápidos pero demasiado finos. Seguramente resultaban mortales para los leerans y otros seres de este tranquilo mar.
<Parece que no tiene efecto>, les comuniqué a los controladores leerans.
Nos miraron con aquellos enormes ojos verdes y parpadearon.
<Pero… pero ¡los arpones haru-chin son mortales!>, dijo uno de ellos como si estuviera gimoteando.
<Qué va. Tal vez lo sean aquí —observó el príncipe Jake—, pero nosotros nos hemos criado en un barrio muy duro.>
<¿Creéis que es verdad lo que dicen de las ranas? —preguntó Marco—. ¿Qué saben a pollo?>