En aquel momento mis ojos desaparecieron y por unos segundos me quedé ciego, hasta que se completó la transformación. Encogí un poco más y en la frente me salieron dos abultados ojos compuestos.
A través de ellos veía el mundo dividido en un millar de imágenes diminutas y diferentes entre sí, que representaban un fragmento de luz distorsionada, colores horripilantes y remolinos de una extraña energía.
No perdí el control de la mutación en ningún momento, quiero decir que supe en todo momento quién era, cosa que no ocurre la mayoría de las veces cuando adoptas la forma de un animal por primera vez. Sin embargo, el hambre del mosquito era tan fuerte que sentí que se me escapaba de las manos y que me dejaba llevar.
Mientras volaba sabía en todo momento quién era, pero cuando el mosquito exclamaba: «¡Sangre! ¡Sangre!», yo respondía: «¡Sí! ¡Sí!»
Los mosquitos no vuelan con la velocidad y el genio acrobático de las moscas, ni tampoco con la precisión y potencia de las aves rapaces. Se dejan arrastrar por la brisa que mece sus patas endebles y, a pesar de que las alas no tienen mucha fuerza, siempre llegan a donde quieren.
Aunque, a simple vista, parece un insecto inofensivo, tras una investigación, he descubierto que son capaces de transmitir bacterias, virus y parásitos y contagiar enfermedades como la encefalitis, la fiebre amarilla y la malaria.
Sólo la malaria mata a dos millones de humanos cada año. Los mosquitos son los mayores asesinos en masa del planeta Tierra.
<¡Ax! ¡Ax! ¡Responde!>, llamó el príncipe Jake. Entonces me di cuenta de que debía de haber estado intentando ponerse en contacto conmigo desde hacía rato.
<Estoy bien —contesté—. Me he convertido en mosquito.>
<Bien —añadió—. Ahora, escúchame bien. Sé lo que estás sintiendo, pero no intentes luchar contra ello. El hambre desaparece una vez que chupas sangre.>
<Sigue el olor —indicó Cassie—. Es dióxido de carbono y procede de animales, humanos incluidos. Continúa.>
Ascendí hasta alcanzar la ventana abierta desde donde me llegaban muchos olores de criaturas emisoras de dióxido de carbono. No sabía muy bien qué hacer.
El que yo buscaba debía estar tumbado inmóvil en una cama. Me concentré para aprovechar al máximo todos los sentidos del insecto. Luché por reunir las ondas de sonido que recogían mis antenas, el olor a dióxido de carbono que captaban mis palpos y las imágenes fragmentadas y horripilantes que percibían mis ojos compuestos.
Por debajo de mí divisé aquella masa enorme, que hacía mil veces mi cuerpo a lo largo y a lo ancho.
Allí descansaba Hewlett Aldershot Tercero despidiendo atractivos e intensos aromas.
Me posé sobre la superficie rugosa y áspera que conformaba la piel rosada del enfermo, llena de baches y arrugas. Aquí y allá, como árboles desperdigados en una meseta seca, despuntaban pelos como lanzas curvadas.
La piel estaba viva; se movía ligeramente arriba y abajo a causa de la respiración del humano. Pero recuerdo que lo que más me fascinó fue el bum bum que se repetía incansable bajo mis pies.
Aquella pulsación anunciaba a gritos el bombeo continuado de sangre corriendo por arterias y venas.
De repente…
¡POP!