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CASSIE

No tuve más remedio que mentir a mis padres. Les dije la verdad hasta donde podía. Les conté que me había caído al río, pero no mencioné a Karen, y les dije que había sobrevivido a base de setas.

Salí en las noticias y en los periódicos, con titulares como «Odisea: Niña sobrevive alimentándose de setas».

Aquello me hizo gracia, como si comer setas fuera una odisea.

Me hicieron muchas entrevistas, y la gente no dejaba de abrazarme. Mis padres no se separaban de mí un momento, lo cual me encantaba.

Poco a poco, mi vida fue recuperando la normalidad, excepto por el hecho de que cada día me despertaba preguntándome si iba a ser ése el día en el que los Yeerks nos atraparían y nos convertirían a mí y a mis amigos en controladores.

Los días transcurrieron con normalidad, sin ataques por sorpresa. En el colegio, Chapman, el subdirector y valioso controlador, me ignoró como de costumbre. Tom, el hermano de Jake, soltó algún comentario burlón sobre lo de las setas.

Pero nada de ataques.

Entonces, un día, mi padre llega a casa, chasqueando los dedos y con una sonrisa de oreja a oreja. Me alza y me da vueltas simulando una especie de «twist» un tanto penoso.

—¡Estamos salvados! —celebró.

—¡Genial! —exclamé.

—¡No, hemos conseguido subvención! ¡Lo hemos conseguido! La Clínica de Rehabilitación de la Fauna salvaje abrirá sus puertas de nuevo, y mucho mejor que antes.

—¡No! —exclamé.

—¡Sí! Ha sido extraño. De repente ese tipo de UniBank llama y dice que su hija ha oído hablar de la clínica y que no ha parado de darle la lata para que contribuya con dinero y pueda seguir funcionando. El hombre dijo literalmente: «Mi hija no me deja dormir, dígame qué cantidad necesita». Así de fácil. Dicho y hecho, el cheque está en camino —se echó a reír—. ¡Vaya semanita, eh! —acto seguido me abrazó como venía haciendo desde que había vuelto—. Me pregunto quién será esa niña. Le debemos mucho.

Yo sabía que se trataba de Karen, a quien los Yeerks habían convertido en controladora para que vigilara a su padre, el presidente de UniBank.

Sin embargo, yo también me preguntaba quién era Karen en realidad. Lo único que sabía era que no nos había entregado a sus compañeros los Yeerks.

Tuvo que pasar otra semana para hallar la respuesta. Aquel día había ido al centro comercial, con Rachel, claro. Después de haberme convertido en mariposa, me empecé a fijar en los colores. Rachel decidió que eso significaba que debía comprarme ropa nueva, así que os imagináis la escena: Rachel tiraba de mí de tienda en tienda, intentando por todos los medios hacerme comprender la utilidad de los complementos.

Fue entonces cuando la vi, no muy lejos de una señora que debía de ser su madre.

Me acerqué hasta ella, dejando a Rachel rebuscando entre una pila de jerséis.

—Hola, Karen —saludé.

—Hola, Cassie.

—¿Cómo estás?

—¡Soy libre! —me dijo mirándome con esos ojos verdes—. Soy libre, Cassie. Mantuvo su promesa. Soy libre.

Me quedé sin palabras. Me puse de rodillas y la abracé.

Una pequeña victoria, una niña libre, que venía a confirmar mis ansias de entendimiento con el enemigo.

—Ella se alegraría si supiera que has logrado escapar —declaró Karen—. Intentó detenerte casi al final.

Asentí, incapaz todavía de pronunciar una palabra. Al rato su madre se acercó y se marcharon. Karen, aquella niña tan pequeña y con un secreto tan grande, con la mente llena de cosas que ningún niño debería conocer, desapareció.

Lo mismo sabía yo, y todos los animorphs. Pero entonces, ¿seguía siendo yo uno de ellos? Supe que sí, y que, aunque habría veces en las que tendría que luchar, también tendría la posibilidad de buscar pequeñas victorias en medio de los conflictos, el miedo y la furia.

No era una respuesta perfecta, pero era lo mejor que podía hacer.

—¡Cassie! —gritó Rachel enseñándome dos jerséis—, ¿cuál prefieres, el verde o el rojo?

Me acordé de Aftran y la imaginé nadando a ciegas en las plomizas aguas del estanque yeerk con el único recuerdo de un mundo mejor. Después de decir que los humanos vivimos en el paraíso, había tenido las agallas suficientes para devolver a la niña al paraíso y hacer las paces, a pesar de su insignificancia.

—Los dos, Rachel. También me gusta el azul, y el amarillo. Y aquél con ese tono horrible. Y el de rayas. Vivimos en el paraíso, Rachel, y ni siquiera nos damos cuenta. Y como no sabemos cuándo se acabará, seríamos tontas si no lo aprovecháramos. Así que, ¡saca tu tarjeta de crédito, que vamos a ponerle color!