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<¿Qué te ha parecido? No ha estado mal para un rescate en el último minuto, ¿eh? —fanfarroneó Marco—. Soy la caballería, la policía y la ambulancia, todo en uno. Lo malo es que habrá que inventarse algo para que la niña no sospeche después de ver cómo un gorila le echaba una mano a un lobo.>

La «niña», aferrada a su tobillo, profería gritos de dolor. Empecé a recuperar mi forma natural.

<¡Oye, oye! ¿Qué haces, Cassie? ¡No puedes transformarte delante de ella!>

<No hay otra opción. Necesita ayuda.>

<Escóndete detrás de los arbustos, donde no te vea. Sólo es una niña, seguro que se te ocurre algo. Además, apuesto a que estaba tan asustada que no se ha percatado de nada.>

<Marco, lo sabe todo>, le informé sin detener la transformación.

<¿Qué quieres decir con «lo sabe todo»?>, preguntó poniéndose serio de golpe.

—Pues eso, que lo sabe —repliqué una vez hube recuperado mi cuerpo humano por completo.

<¡Estupendo, Cassie! —exclamó Marco dejando escapar un suspiro—. Bueno, sólo es una niña. No creo que nadie la crea cuando diga que ha visto cómo una chica se ha convertido en lobo.>

Me arrodillé delante de Karen y le desenrollé el entablillado del tobillo.

—Escúchame —le susurré al oído rezando porque Marco no lo oyera—. No reveles tu verdadera identidad si quieres seguir con vida.

Pero Marco no es tonto y se dio perfectamente cuenta. Para colmo, Karen seguía retorciéndose de dolor, por lo que no estaba segura de que me hubiera oído.

<Tengo una idea —anunció Marco—. ¿Y si me cuentas qué está ocurriendo? Desapareces, tienes a tus padres preocupadísimos, te buscamos durante horas y horas, y cuando te encuentro te pones a cuchichear no sé qué con esa niña.>

Como era humana, no podía responderle por telepatía, lo que me daba algo de tiempo para pensar en qué decirle.

<Ah, muy bien. Ya sé lo que voy a hacer. Ahora vuelvo.>

Marco se alejó. Era enorme, y tenía la potencia de un camión.

—No tardará en volver —le dije a Karen en voz baja mientras me iba arrancando trozos de tela de la ropa de las transformaciones para limpiarle la herida—. Si averigua tu verdadera identidad, puede que… Bueno, él no ve las cosas como yo.

Karen hizo una mueca de dolor, pero el yeerk de su cabeza seguía alerta y perspicaz.

—¿Un mono? ¿Cómo puede herirme con un cuerpo como ése?

—No sabes lo que dices —repliqué—. Ese gorila es capaz de arrancar de cuajo un árbol y utilizarlo como bate de béisbol.

—Perdona —se disculpó—. Todo lo que sé de las criaturas de la Tierra es lo que sabe el cerebro de este portador y, según ella, se parece a Chita.

—Es un animal muy inteligente y no le gustan los yeerks. Podría estamparte contra la guarida de ardilla más cercana, así que escúchame con atención.

—¿Por qué me proteges? Antes con el leopardo has dudado, ¿verdad?

No respondí. Continué enfrascada en la limpieza de la herida. No resultaba fácil, no estaba segura de si serviría de algo. Las marcas de los dientes no eran muy profundas gracias a las tablillas de madera que habían actuado de barrera. Aun así, la herida no tardaría en infectarse y bajo la superficie podrían haberse formado coágulos de sangre que no veía.

—¿Qué opinas? —preguntó mirando la herida.

—No sé. Puede que se infecte e incluso que se gangrene.

—¿Qué es eso?

—Cuando la carne se pudre —aclaré sin rodeos—, lo que significaría que puedes perder el pie si permaneces así mucho tiempo, o incluso la pierna si se extiende hacia arriba.

Para mi sorpresa, Karen se echó a reír.

—¡Genial! No sólo estoy atrapada en el cuerpo de una cría, sino que dentro de poco esa cría estará lisiada.

—Ya lo está —proclamé—. O ¿qué te crees que has hecho con ella? Hace tiempo que perdió las dos piernas, los brazos, los ojos y la voz.

—Si me odias tanto —alzó la mirada y me clavó sus asustados ojos verdes—, ¿por qué no acabas conmigo de una vez?

—Porque no quiero acabar con Karen —respondí.

—No —replicó moviendo la cabeza a un lado y al otro—. Tiene que haber algo más —de repente, estalló en carcajadas—. ¡Ja, ja, ja! ¡Increíble! ¡Acabo de comprenderlo todo! Intentas hacerme cambiar, convencerme por las buenas.

—Intento salvarte la vida —susurré.

—Quieres hacer las paces, ¿verdad? —prosiguió tras soltar un bufido—. Quieres encontrar una forma de detenernos sin ensuciarte las manos. Quieres derrotarnos… sin tener que matarnos. Se me enternece el corazón. Qué ingenua y qué tonta, pero sobre todo qué esfuerzo tan inútil.

<Estoy de acuerdo.>

Me volví y divisé a Marco en forma de águila pescadora acomodado en la rama de un árbol, a unos seis metros por encima de nuestras cabezas.

Las águilas pescadoras, como la mayoría de las aves rapaces, poseen una visión espectacular. Lo que muchos no saben es que su oído también es magnífico.

<Totalmente de acuerdo —repitió Marco, su voz telepática vibraba de furia contenida—. No es posible hacer las paces con parásitos. Jamás cambiarán, por eso es mejor darles sepultura.>