13

Llovió durante toda la noche, pero cuando salimos de la cueva por la mañana lucía el sol y el cielo estaba despejado.

Las hojas de los árboles y las agujas de los abetos todavía goteaban y el suelo estaba suave y esponjoso. Las piedras relucían.

Karen me apartó a un lado y se dirigió al lugar donde había perdido la pistola de rayos dragón. A gatas empezó a rebuscar entre la maleza.

—¡La tienes tú! ¡Aprovechaste que yo dormía y te hiciste con el arma!

Negué con la cabeza.

—Ha estado lloviendo mucho y sin parar, y como el terreno está en pendiente, seguramente la fuerza del agua la ha arrastrado colina abajo. Quién sabe, tal vez se la haya llevado el leopardo.

Pretendía hacer una broma, pero Karen se volvió hacia mí con una visible expresión de miedo en el rostro.

—¿Te parece gracioso?

—No me ibas a disparar, ¿no? —pregunté encogiéndome de hombros—. No creo que la necesites.

—No se trata de eso —replicó—. Son armas registradas. No se pueden extraviar. El castigo por ello es… terrible. No debería haberla llevado encima para empezar. Además, esta misión no ha sido autorizada, con lo que el castigo será doble.

Parecía haber envejecido en cuestión de minutos mientras miraba fijamente hacia el lugar donde había perdido el arma. En el suelo se veían marcas visibles de torrenteras que habían barrido la zona, todavía esponjosa.

—Probablemente haya llegado al río —comenté. El tobillo de la pobre niña se había hinchado tres veces su tamaño normal. Le resultaría imposible bajar hasta allí.

—No puedo regresar sin la pistola —informó Karen con la mirada perdida y el gesto confuso—. Eso significaría tener que darle explicaciones al Subvisser Diecinueve.

—¿Tu jefe?

—Sí, mi comandante. Imagino que no me vas a ayudar a encontrarla, ¿verdad?

—Ni lo sueñes —respondí con un gesto negativo de la cabeza.

—Bueno, no creo que se porten muy mal conmigo cuando te entregue —añadió con una risa cruel.

—Quizá me obliguen a ser tu portador —comenté.

—No, gracias. No quiero más portadores con cuerpo de mujer. Son demasiado débiles, demasiado sentimentales. Tienen la cabeza llena de… —se interrumpió de golpe.

Aguardé a que continuara hablando, pero no lo hizo. Se aferró a la muleta y echó a andar con paso determinado, aunque doloroso.

La seguí.

«¿Demasiado sentimentales? ¿Tienen la cabeza llena de…?» De qué.

Aquello me dio que pensar. ¿Acaso al yeerk le habían afectado de alguna manera los pensamientos y emociones de Karen?

Un cosquilleo me recorrió la nuca. ¿Habría otra forma de enfrentarse a Karen? ¿Sería posible que al yeerk le asaltasen dudas acerca de lo que estaba haciendo? ¿O me estaría haciendo ilusiones?

¿Se podía cambiar a un yeerk y hacerle ver que lo que hacía estaba mal?

Respiré hondo y me coloqué detrás de la controladora que avanzaba cojeando. ¿Cómo podría llegar a conmover al yeerk?

—Bueno —dije—, parece que nos espera una larga caminata. Si no nos hemos equivocado de dirección, calculo que tendremos que andar durante todo el día. Pero si hemos tomado el camino equivocado, puede que más de uno.

—Estoy muerta de hambre —murmuró Karen.

—¿Qué tal unas setas?

—¿Qué?

—Setas. Mira allí, al lado de aquel tronco caído. ¿Las ves? Hay que ir con cuidado porque podrían ser venenosas, pero el año pasado hice un trabajo para la asignatura de ciencias sobre esas setas y todas ésas son comestibles.

—Yo no pienso comer setas crudas. Me dan asco —en aquel momento había cambiado a su personalidad de niña. Me resultaba muy extraño aceptar que Karen era una combinación de niña y de yeerk adulto.

—Yo voy a recoger unas pocas. Puede que cambies de opinión más tarde.

En un par de zancadas me planté delante de las setas y empecé a seleccionar aquellas que habían salido con la lluvia.

Me acomodé en el suelo.

—Dime, Karen, o como quiera que te llames, ¿qué más me puedes contar? Lo único que sé es que no te gusta tu comandante.

—¿A qué juegas, humana? —preguntó con desprecio—. Primero me salvas la vida, me guías y ahora me quieres alimentar. ¿Qué quieres probar?

Arranqué un par de setas del tamaño de mi puño y las metí en los bolsillos.

—Te molesta, ¿verdad? —le pregunté.

—¿Qué es lo que me molesta?

—Te molesta que tus víctimas no te odien —contesté.

Soltó una áspera risotada, titubeó un par de veces y, al final, no dijo nada.

Me puse en pie y le alargué una seta.

—Toma, puedes comerla ahora o guardarla para luego. Puede que encontremos cebolletas o incluso flores comestibles. Pronto tendremos una ensalada.

—Crees conocerme, ¿eh? Pues te equivocas. No me importa lo más mínimo que mis víctimas no me odien. No me importa nada —añadió Karen con brusquedad.

—¿No te importa el hecho de haber esclavizado a una niña? —pregunté.

—La esclavitud es un concepto humano —contestó ella.

—Muy bien, olvídalo, pero dime una cosa: cuando oyes llorar a Karen, a la verdadera Karen, ¿no te remuerde la conciencia? Y cuando estás con su madre y sabes que está deseando hablar con ella para decirle cuánto la quiere, sólo un «te quiero, mami», y ni siquiera puede decirlo, ¿tampoco te importa?

—¡No sabes de lo que estás hablando! —exclamó con violencia, como si la acabara de abofetear.

—¿Ah, no? —repliqué—. Deja que se lo pregunte a Karen, déjame hablar con ella.

—Este portador no tiene secretos para mí —declaró—. Sé exactamente lo que piensa.

—Y lo que siente —añadí.

—¡Sí! ¡Y lo que siente! —repitió desafiante—. Me odia, ¿te enteras? ¿Te sientes ahora mejor? Me odia, quiere verme muerta. Inmóvil en la zona trasera de mi cerebro se imagina que me torturan e idea una muerte lenta y terrible. Eso es lo que siente. ¡Odio! ¡Odio! ¡Odio!

Su grito resonó por entre los árboles y los pájaros enmudecieron.

—Déjame hablar con ella —insistí al tiempo que negaba con la cabeza—. Quiero preguntarle si te odia.

—Cállate.

—Ajá. Es recíproco, ¿verdad? Puedes saber lo que siente, pero ella también conoce tus sentimientos, ¿no es así? Sabe lo que te está pasando por la cabeza, así que dime, ¿qué es lo que de verdad siente hacia ti? No es odio, ¿verdad?

—¡Déjame en paz! —rehusó Karen echando a andar entre muecas de dolor a cada paso.

—Lástima, ¿verdad? Eso es lo que siente por ti.

Karen avanzó un par de metros más y entonces volvió la cabeza.

—Veamos la pena que sientes cuando te entregue a Visser Tres, Cassie —dijo en una voz tan fría como el hielo—. Veamos lo bien que controlas el odio cuando no seas más que una marioneta inútil.