12

Nos turnamos para vigilar la entrada de la cueva mientras la otra dormía. Aquella situación resultaba muy extraña. Éramos enemigos mortales. Yo sabía que Karen, o al menos el yeerk que tenía en la cabeza, aprovecharía la más mínima ocasión para escapar y presentarse ante Visser para contárselo todo.

Visser enviaría a sus secuaces y tarde o temprano me atraparían y me conducirían al estanque que se extiende por debajo del colegio y del centro comercial. Los hork-bajir me arrastrarían por el interminable embarcadero metálico y me obligarían a hundir la cabeza en las aguas fangosas de color plomizo.

Patalearía y chillaría, mientras vería a un gusano nadar apresuradamente hacia mi oreja. Notaría cómo aplanaba y retorcía su cuerpo hasta colarse por el conducto de mi oído.

El dolor sería insufrible, pero no podría compararse con el horror que sentiría en aquellos momentos.

El yeerk se aplanaría en la parte más alta del cerebro y se acomodaría por entre los pliegues y arrugas. Entonces abriría mi mente como quien abre un libro e inspeccionaría mis recuerdos. Conocería todos mis secretos. Se enteraría de que me hice pis en la cama una vez cuando tenía seis años y que como sentí tanta vergüenza tiré la sábana a la basura. Sabría que todas las noches compruebo que no haya nadie en el armario, o que una vez hice trampas en un examen de matemáticas y que, como me sentía fatal, suspendí a propósito el siguiente para compensar. También se enteraría de que me gusta Jake.

El yeerk abriría mis ojos y se encargaría de moverlos a izquierda y derecha o de enfocarlos en un punto o en otro. Movería mis brazos y manos y decidiría agarrar esto o soltar aquello.

A partir de entonces, el yeerk decidiría mi hora de comer, de irme a la cama, de darme una ducha o lavarme el pelo. Él me vestiría y hablaría con mi madre o le daría el beso de buenas noches a mi padre.

Mientras tanto, yo lo presenciaría todo, sería capaz de oír, de saber con exactitud lo que ocurría. Sería testigo de cómo el yeerk alojado en mi cerebro traiciona a mis amigos, y cuando éstos fueran cayendo uno a uno en sus manos, yo estaría allí dándoles indicaciones, ayudando en definitiva a que acabaran con la vida de mis amigos.

No podría hacer nada.

Aquél era el destino que Karen me tenía preparado, una muerte en vida. En realidad, es lo que los yeerks han planeado para el mundo entero: esclavizar a los aptos y aniquilar a los inútiles.

Reavivé el fuego con un palo. Karen se removió. ¡Sería tan sencillo acabar con ella! Debía hacerlo antes de que se me adelantara.

Sin embargo, sabía que no sería capaz, no en aquellos momentos, no aquella noche y menos a sangre fría. La vida es sagrada, incluso la de un enemigo.

¿Y la vida de mis amigos? ¿No era la suya más sagrada que la de un ser como Karen?

La chica abrió los ojos. Bostezó y miró alrededor con el típico gesto del que se acaba de despertar.

—¿Me toca a mí? —preguntó.

—Supongo que sí —contesté—. No nos queda mucha leña, así que no la desperdicies. Si ves algo, grita.

Me coloqué de lado, dándole la espalda. Habría jurado que no podría conciliar el sueño, pero me dormí enseguida y tuve una pesadilla.

Veinte controladores humanos armados con rifles, pistolas y automáticas aguardaban impasibles delante de una docena de guerreros hork-bajir.

Estábamos atrapados. Habíamos entrado en el edificio para robar el cristal pemalita necesario para desactivar el programa que impedía a los chee usar la violencia. Con aquel cristal, los poderosos chee se convertirían en nuestros aliados en la lucha contra los yeerks.

Erek el chee observaba desde fuera el desarrollo de la acción. Si encontrara una forma de darle el cristal, quizá podría ayudarnos.

Entonces, tal y como sucedió en la realidad, se desató una pelea encarnizada. Los hork-bajir nos atacaron embistiéndonos con sus cuchillas mortales. Nos defendimos como pudimos, pero perdíamos terreno demasiado rápido… Cuando ya todo estaba perdido, oímos un estallido de cristales y de repente vimos aparecer la figura de Erek, un androide de color blanco y gris metálico que, en ocasiones normales se camuflaba bajo la apariencia de un niño humano normal y corriente por medio de la proyección de un holograma sobre su esqueleto metálico.

Lo que sucedió a continuación he intentado borrarlo de mi mente muchas veces. Aquello no fue una batalla normal, sino una matanza.

Me desperté llorando, con la imagen de los hipidos amargos de Erek en la cabeza.

—Has gritado en sueños —me comentó Karen.

—¿Ah, sí?

—Gritabas «¡No! ¡No!», y cosas por el estilo. ¿Pesadillas? —me preguntó riéndose.

—Un mal recuerdo —declaré.

—Parecía una batalla —insistió—, por las cosas que decías. Sin embargo, aquí estás. Ganasteis, ¿no?

—El hecho de ganar no lo hace menos terrible.

Soltó un bufido irónico, como si hubiese dicho una broma.

—Venga ya, conmigo no disimules. Conozco a los humanos y sé que os gustan las guerras tanto como a los yeerks.

—No nos incluyas a todos.

—Ah, ya veo. Entonces, tienes principios morales y te sientes mal cuando destruyes al enemigo —dijo con marcado tono sarcástico.

—Sí, me siento mal, como la mayoría de los humanos. Bueno, al menos a mí me pasa.

—Mentiras —replicó con un bostezo— y más mentiras.

—¿Karen?

—¿Qué?

—Si todo lo que dices fuese verdad, ¿cómo es que todavía estás viva?

Me miró y por un momento capté un ligero parpadeo de sus ojos verdes que revelaban una sombra de duda.

Cerró los ojos y no respondió a mi pregunta.