La cueva estaba vacía. El olfato de lobo no engañaba.
No resultó fácil encender un fuego sin cerillas. Sólo lo había hecho una vez, en el Cretácico, una época extraña en la vida de los animorphs.
No había sido fácil entonces, y en aquel momento las condiciones eran de lo más adversas. La leña y la hierba que utilicé como astillas estaban mojadas, aunque esta última se secó más rápido que la leña.
Al principio tuvimos que colocar la hoguera a la entrada de la cueva a causa de la humareda imposible de soportar que se formó. Poco a poco, el fuego fue tomando cuerpo.
Nos sentamos con las piernas cruzadas sobre la piedra fría y la arenilla, todo lo cerca del fuego que podíamos. Minutos antes me había encargado de salir a buscar leña en forma de lobo. Esperaba que aquel montón fuera suficiente para pasar la noche. Me alegré de haber recuperado la ropa. Se había hecho de noche y el brillo naranja de la hoguera iluminaba el techo de la cueva, pero no el negro bosque del exterior.
—Mis padres deben de estar frenéticos —comenté.
—Y los míos —añadió Karen.
—No sabía que los yeerks tuviesen padres.
Karen removió las brasas con un palo, empujando hacia el centro de la hoguera una rama que no se había quemado.
—Veo que has dejado de disimular. Mejor así. Resulta muy aburrido cuando alguien se empeña en mantener una mentira tan evidente. Y sí, tenemos padres, aunque es muy diferente a vuestro sistema, el de los humanos.
Era la primera vez que se refería a mí como humano en lugar de andalita. Supongo que captó el gesto de sorpresa en mi cara.
—Sí, sé que eres una humana. No sabemos cómo duplicar la tecnología andalita de la metamorfosis, pero entendemos algunas cosas, como lo del límite de las dos horas y que no podéis pasar directamente de un cuerpo a otro, sin pasar primero por vuestra forma natural. Supongo que no me vas a decir cómo lo habéis conseguido.
Observé su rostro inquisitivo, su semblante humano, su cara de niña pequeña. Sabía lo que había en aquel cerebro y que me entregaría a Visser Tres en cuanto viese la oportunidad.
Si Marco o Rachel hubieran estado allí, imagino que habrían insistido en que había que matarla, a no ser que encontráramos una forma de retenerla durante tres días consecutivos. Al cabo de ese período de tiempo, el yeerk que habita su cerebro necesitaría volver al estanque yeerk para alimentarse. Tobías y Ax se habrían mostrado de acuerdo, igual que Jake, aunque le pesara.
Lo peor era que tendrían razón.
—Estás pensando en destruirme, ¿verdad? —dijo Karen.
—Sí —contesté tras un pequeño titubeo.
—Se te pasó por la cabeza cuando estábamos en el río, ¿no? —añadió al tiempo que tragaba saliva.
—Sí —respondí asintiendo con la cabeza—, pero entonces parecías estar muy segura. Intentaste provocarme. Debería haber pensado que tenías una pistola de rayos dragón. Estabas esperando a que me transformara para apretar el gatillo, ¿verdad? Habrías aprovechado a que yo estuviese en medio de la transformación para disparar.
—Sí, ése era el plan —asintió Karen.
—¿Por qué no disparaste sobre el oso cuando te estaba persiguiendo?
—Por el miedo, supongo —respondió riéndose, visiblemente avergonzada—. Cuando vi aquel oso descomunal detrás de mí, me olvidé por completo de que tenía un arma. Además, has comprobado con el leopardo lo mala que soy disparando —me enseñó las manos—. Mis manos son pequeñas y no tengo fuerza. La empuñadura de esta pistola ha sido diseñada para los hork-bajir, así que me cuesta alcanzar el gatillo.
—Y ahora te has quedado sin arma —añadí.
—Pues sí.
—Podría transformarme en lobo y acabar contigo en un santiamén.
—Pero no lo harás —replicó.
—¿Por qué no? —pregunté.
—No lo sé —contestó moviendo la cabeza lentamente.
—Ni yo —añadí.
Guardamos silencio durante un buen rato.
—Tenemos agua de sobra —observó Karen, señalando con la cabeza hacia la lluvia que caía como una cortina en la entrada de la cueva—, pero enseguida nos entrará hambre.
—Puedo salir a cazar un conejo o algo por el estilo —sugerí—, pero eso significa que te tienes que quedar sola.
—El leopardo estará acechando.
—Sí —asentí—. No atacará directamente a un lobo, pero si ve a una criatura pequeña e indefensa, no lo dudará un segundo. Es la presa perfecta.
—Supongo que tienes razón —replicó con amargura—. ¡Maldita sea! ¡Yo no quería este cuerpo débil e inocente de niña! Lo que yo quería era un humano hecho y derecho, y esto es lo que me han dado.
Me llamó la atención de que un yeerk pronunciara la palabra «inocente».
—Así funciona, ¿no? No puedes escoger tu portador.
—Sí —asintió—. Éste es mi tercer portador. El primero fue un gedd, suele ser el primer escalón; después un hork-bajir, una faena aburrida entremezclada con batallas encarnizadas. Entonces, me mandaron a la Tierra y me asignaron este cuerpo. Bueno, ahora te toca a ti.
—¿A que te refieres?
Karen hizo un gesto hacia el fuego y la cueva.
—No podemos salir de aquí. No tenemos comida y no hay nada que hacer, excepto hablar. Yo te he contado mi vida, así que ahora te toca a ti.
—¿Y si todo lo que me has contado es mentira?
—Bueno, tú también puedes mentir, ¿no? Los humanos no siempre sois tan sinceros.
—Supongo que tienes razón —añadí con un gesto afirmativo.
—Dime, ¿cómo habéis adquirido la tecnología de la metamorfosis?
—Nos la concedió un gran guerrero andalita llamado Elfangor —respondí al tiempo que me encogía de hombros.
El rostro de Karen se ensombreció.
—¡Elfangor! —repitió escupiendo las letras.
—¿Has oído hablar de él?
—Una parte del tiempo que habité el cerebro de un hork-bajir, pertenecí a la guardia personal de Visser Tres, que por aquella época andaba obsesionado con Elfangor. Era algo personal entre ellos dos. No conozco la razón, pero sé que odiaba a ese andalita con toda su alma.
—Yo estaba allí cuando Visser Tres lo asesinó.
—¿Asesinó? Pero ¿de qué hablas? Es la guerra, y en situaciones así no se considera asesinato.
—Fue un asesinato —insistí—, a sangre fría, además. Se aprovechó de que el pobre Elfangor se hallaba malherido e indefenso.
Karen se inclinó hacia delante, su rostro resplandecía por el fuego.
—Y el pobre hork-bajir al que le arrancaste de cuajo la garganta, ¿no estaba también indefenso?
Aquello me hizo pegar un brinco y ponerme en pie.
—No compares vuestro comportamiento con el nuestro. No puedes comparar al que ataca con la víctima. Vosotros habéis empezado esta guerra y sois quienes estáis invadiendo mi planeta, no al revés.
Karen se puso en pie, estremeciéndose de dolor al apoyar el tobillo.
—¡Tenemos derecho a vivir!
—¿Vivir? —grité—. ¡Pero si lo que hacéis es esclavizar a otros!
—Somos parásitos, ¿no? —replicó a gritos—, igual que vosotros sois depredadores. ¿Cuántos cerdos, vacas, pollos y corderos matáis al año para subsistir? ¿Acaso pensáis que ser un depredador es moralmente superior a ser un parásito? Al menos, los portadores que esclavizamos están vivos. ¡No los matamos como vosotros, ni los cortamos en trozos para asarlos en la barbacoa del patio! ¡Os comportáis como cerdos!
—¿Cómo cerdos? —pregunté, extrañada.
—Sí, como cerdos. Eso es lo que sois —añadió con una mueca de desprecio que le desfiguraba la cara—. Eso es todo lo que sois. ¡Oink, oink!