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Recuerdo haber leído un libro escrito por un cazador, que decía haber matado leones, tigres y osos. Según él, de todos los animales que el ser humano puede cazar, el más peligroso es el leopardo.

Son animales muy listos, astutos y despiadados, con una capacidad asombrosa de adaptación al medio. Son los cazadores por naturaleza.

Muchos cazadores profesionales, con experiencia, armados con potentes rifles y prismáticos han pasado horas en los árboles esperando a que una de estas fieras regresara al lugar donde había colocado a su presa. Estaban preparados, con los ojos bien abiertos, los nervios en tensión, el arma lista… hasta que sentían que alguien los observaba. Al volverse, se habían topado con el leopardo acomodado tranquilamente detrás de ellos, y eso había sido lo último que habían visto.

—¿Un leopardo? ¿Estás de broma? No estamos en África.

—Se ha escapado uno de una especie de zoo privado —le informé.

—¿De un zoo privado? Entonces, probablemente esté domesticado, ¿no?

—Bueno, sé que atacó a una persona que tuvo que ser ingresada en el hospital —añadí.

Mientras hablábamos iba controlando la zona, inspeccionando todos los árboles. En ese momento podía estar mirándonos. ¿Y si había captado nuestro olor?

Respiré hondo varias veces seguidas. Estaba intranquila porque, aunque yo no notara nada, sabía que no se dejaría ver.

—Podemos encender un fuego —sugirió Karen—. A los animales salvajes les asusta.

—Sí, busquemos un refugio y después encenderemos un fuego —corroboré. No quise decir que estaba equivocada. El fuego no asusta a todos los depredadores, desde luego no a los leopardos. En las aldeas africanas, los leopardos no se detienen ante nada: entran en las cabañas, atraviesan fuegos y se llevan a perros, cerdos… y niños—. Vamos, hay que seguir adelante.

Avanzaba despacio para ver si Karen podía caminar a mi ritmo. Después de una docena de pasos, la muleta se trabó en una raíz y se cayó de bruces al suelo. La ayudé a incorporarse. Lo intentó de nuevo y no tardó en atascarse en un arbusto.

Entretanto, el manto negro de la noche iba sepultando el bosque y dificultándonos la visión. Ya casi no distinguíamos nada más allá de treinta metros. Debíamos apresurarnos. Rodeé a Karen por los hombros.

—¡No me pongas tus sucias manos encima, andalita! —espetó.

—¿Sabes? —repliqué sin quitar el brazo—, no sé quiénes son esos andalitas de los que hablas pero está claro que no te gustan nada.

Se echó a reír.

—Es que los andalitas y nosotros no nos entendemos —añadió.

—¿Quiénes sois «nosotros»? —le pregunté para que pareciera que no lo sabía.

Echamos a andar de nuevo. Karen empezaba a manejarse mejor con la muleta. Yo no quitaba ojo a los árboles porque tengo entendido que los leopardos muchas veces matan a sus presas saltándoles encima.

—¿Qué quiénes somos nosotros? —repitió Karen—. Los yeerks, el gran imperio yeerk.

—Ya veo. Entonces los yeerks y los dichosos andalitas no se gustan —llegamos a una pendiente suave, pero suficiente para complicarle la vida a alguien con un tobillo herido y una rama a modo de muleta.

—Los andalitas estáis siempre metiendo las narices en donde no os importa —continuó Karen—. Nosotros tenemos derecho a expandirnos, a avanzar. Pero los andalitas lo veis de otra forma, ¿verdad? En el fondo queréis adueñaros de la galaxia entera.

Intentaba provocarme, quería desenmascararme.

—Entonces, si soy un andalita y, como tú dices, se trata de un pueblo despreciable, ¿por qué te estoy ayudando?

—No lo sé —admitió después de considerarlo un momento.

—¿No has pensado que puedes estar equivocada, que yo no soy ni chica-lobo ni un andalita, sino una chica normal y corriente?

No dijo nada. Seguimos andando en aquella penumbra cada vez más oscura y, a medida que caminábamos, iba recogiendo pequeños palos que parecían secos.

Llegamos a la base de una especie de montaña de poca altura, como máximo unos quince metros. Giramos a la derecha para seguir el curso de la montaña porque hacia la izquierda el terreno parecía más pedregoso.

El camino que tomamos estaba a su vez salpicado de piedras y cubierto de hojas caídas. En la ladera de la montaña crecían unos árboles flacuchos mientras que otros más gruesos decoraban el camino que habíamos tomado.

De repente, empezó a llover. Las gotas repiqueteaban sobre las hojas de los árboles y, minutos después, estaba tan empapada como cuando salí del río.

—¡Allí! —señalé.

—Yo no veo nada.

—Detrás de aquellos arbustos, ¿no ves una sombra? Puede que sea una cueva.

Con aquellas zarzas cortándonos el paso, no sería fácil llegar. Karen no podría avanzar a no ser que yo abriera camino y, tal vez, en vano porque desde donde estábamos no podía asegurarme que fuera una cueva. O lo que era peor: ¿y si la cueva era de un oso o de una loba con crías?

—Utiliza la cuchilla de la cola —sugirió Karen—. Pasarás en un momento.

—¿Y si aparto las zarzas con tu muleta, por ejemplo? —repliqué después de resoplar con impaciencia—. Siéntate sobre aquella piedra. No tardaré.

Karen obedeció mientras que yo, muleta en mano, comencé a abrirme paso entre aquellas zarzas. Intentaba hacer todo el ruido que podía con el fin de advertir a quien fuera que habitase en la cueva, si era el oso. A los osos no les gustan las sorpresas.

En cuanto estuve lo bastante cerca, comprobé que efectivamente era una cueva. Inspeccioné el suelo para ver si distinguía alguna huella, pero con aquella lluvia resultaba imposible.

Miré hacia atrás. Apenas podía ver a Karen y, desde luego, ella no me veía mí. Era la ocasión perfecta para transformarme. Pensé que lo mejor sería convertirme en lobo porque el olfato infalible de éste captaría enseguida si allí dentro había alguna alimaña.

Me agaché y me concentré en el lobo cuyo ADN formaba parte de mí. Empecé a transformarme a sabiendas de que, a pocos metros de distancia, una controladora acechaba mis movimientos.