8

Las circunstancias nos eran adversas. Empezaba a anochecer y nos hallábamos en el corazón del bosque sin herramientas ni cerillas. Para colmo, estaba todo tan húmedo que sería imposible encender un fuego. En el cielo unos nubarrones se arremolinaban empujados por una fuerte brisa.

—Esto te va a doler —advertí cuando regresé con palos del tamaño adecuado. Me quité el cinturón. Me alegré de no hacer caso a Rachel en el tema de la moda, porque gracias a eso llevaba puesto un buen cinturón de piel fuerte y práctico.

—Vas a perder los pantalones —comentó Karen como si fuera una niña pequeña.

—No creas. Me parece que he engordado un poco desde que me compré estos pantalones porque me aprietan un poco, aunque quizás hayan encogido. Debe de ser eso —con cuidado le coloqué los palos en el reverso de la pierna, por debajo de la rodilla hasta el hueso del tobillo y los sujeté enrollando el cinturón sin que quedase demasiado apretado—. Tengo que apretar un poco más, pero no mucho porque se te hincharía el tobillo. Cuanto menos lo muevas, mejor. Contaré hasta cinco, y después tiraré, ¿de acuerdo? Uno…

Tiré del cinturón.

—¡Aaaaahhhh! Pero ¿no ibas a contar hasta cinco?

—Para entonces te habrías puesto tensa —expliqué—. De esta forma, todavía estabas relajada.

—Me has engañado.

—Por tu propio bien.

—Ahora sé que eres un andalita —declaró Karen—. No puedes esconder la arrogancia característica de los andalitas. La única raza de toda la galaxia que va a la guerra para «ayudar a los demás».

Me levanté y le ofrecí la mano para que se levantara. Esa vez se dejó ayudar.

—Vamos —añadí—, hay que empezar a moverse.

Al poner el pie en el suelo, soltó un bufido de dolor. Me volví para alcanzar la muleta y se la tendí.

—Toma, prueba con esto.

—¿Qué lado? —preguntó tras colocarse la muleta bajo un brazo—. ¿El de el tobillo malo o el otro?

—No lo sé —admití—. No suelo trabajar con humanos.

—Ah, ¿entonces vas a dejar de disimular y vas a admitir de una vez por todas que eres un andalita?

Me eché a reír, esta vez de verdad.

—Trabajo con animales. Sé cómo arreglar la pata rota de un ciervo, de un mapache o de un lobo. Nunca lo había hecho con un humano.

—Ya, el granero lleno de animales —agregó Karen con una mirada escéptica—, claro. Una tapadera perfecta para un andalita: con todos esos animales, con tantos ADN que absorber…

—Mira, piensa lo que quieras, niña —murmuré—. Venga, vamos a movernos.

—¿Hacia dónde? ¿En qué dirección está la civilización?

—No tengo ni idea, pero no importa. Ahora no podemos buscar una salida, sino un sitio donde resguardarnos y pasar la noche.

—¿Qué? Si vas a matarme, déjate de dar más vueltas y adelante, hazlo ya. No hace falta que me lleves a un lugar escondido.

—Karen, ¿qué lugar hay más escondido que éste? —le pregunté señalando hacia los altos árboles.

—Bueno, si no tienes agallas para matarme, salgamos de aquí. No te preocupes por mi pierna, no está tan mal —echó a andar entre muecas de dolor.

—Escucha, me da igual que pienses que soy un alienígena y que quiero matarte, pero lo cierto es que si intentamos salir de aquí esta noche, no creo que lo contemos. Va a llover, puede que se desate una tormenta. ¿Has estado alguna vez en el bosque en el medio de una tormenta? Enseguida se forma barro, y los relámpagos sacuden los árboles. Los barrancos se inundan. Hace un frío horrible y no hay forma de encender un fuego. No creo que te guste la experiencia.

—¿Por qué continúas con este maldito juego? —rugió Karen de repente—. Sé muy bien lo que puedes hacer porque lo he visto con mis propios ojos. ¿Por qué no te transformas en lobo y acabas conmigo de una vez? ¿A qué juegas?

Aguardé a que dejara de gritar.

—Creo que por allí hay una colina. No sé, con tanto árbol no veo bien. Quizás encontremos una cueva. Al menos no estaremos cerca del río. Puede que con la tormenta suba el caudal durante la noche.

Karen había desconectado. Miraba fijamente hacia la copa de un árbol.

—¿Qué es eso? —preguntó con un hilillo de voz.

Seguí la dirección de su mirada hasta que en el recodo de la rama de un olmo localicé el cuerpo desgarrado de un animal, con sus enormes ojos mirando al vacío.

—Es un cervatillo —contesté.

—¿Qué hace allá arriba?

—El animal que lo ha matado lo ha puesto ahí para que nadie se lo quite —aclaré.

—¿Qué clase de animal haría algo así? ¿Un lobo? ¿Un oso?

—No —dije negando con la cabeza—. Un leopardo.