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—¡Aaaahhhhhhhh! —me desperté gritando.

La corriente desenfrenada del río me arrastraba y volteaba sin descanso. Había agua por todas partes que me sacudía como a un tapón de corcho.

Intenté desesperadamente mover los brazos, pero me resultó imposible. No sentía las manos, ni los dedos. Las piernas estaban como muertas. ¡Me estaba congelando! ¡Iba a morir!

¡PUMP! Me golpeé contra una roca y apenas sentí el impacto en uno de mis costados.

De repente…, noté que caía al vacío en medio de árboles que parecían despuntar del agua y elevarse de golpe hasta el cielo. Miré hacia abajo y de refilón vi la explosión blanca de agua a los pies de la pared vertical por la que caía sin remedio.

¡FLASH! La fuerza de la caída me precipitó metros y metros bajo la superficie del agua al tiempo que la cascada me aporreaba sin piedad en medio de un ruido ensordecedor semejante al de un descomunal motor que me martilleaba, agitaba y volteaba.

A pesar de los esfuerzos que hice por nadar, todo resultó inútil. Mis brazos parecían de mantequilla y mis dedos estaban tiesos como palos.

«¡Transfórmate», me dije, pero yo no podía concentrarme.

De repente me vi fuera de la zona donde golpeaba el agua al caer, pero me resultaba imposible subir a la superficie.

Aunque trataba de aguantar la respiración, poco a poco iba perdiendo el control. Qué… dónde… hacia qué lado… los brazos… Me empezaron a doler los pulmones por la falta de aire porque por muchos esfuerzos que hiciera por absorber una bocanada de aire, todo lo que conseguía era tragar agua, lo que me provocaba arcadas.

Me revolví en vano. ¡Dios mío, me estaba ahogando! Me golpeé con algo en la cabeza. ¿Sería una piedra? ¡La superficie! ¡Allí estaba! Unos centímetros más y podría respirar. Sin embargo, era demasiado tarde. Mis ojos se cerraron y se me relajaron los músculos. Perdí el conocimiento, y ni siquiera noté que alguien me sacaba de allí y me hacía la respiración boca a boca para reanimarme.

—Um… Oh —me desperté y, acto seguido, noté el estómago revuelto—. ¡Buuuuaahhhh! —vomité y, como estaba de espaldas en el suelo, me lo eché todo por encima.

Ladeé la cabeza y absorbí una buena bocanada de aire que me hizo toser. Volví a tomar aire y a toser y así varias veces hasta que pude volver a respirar con normalidad.

Sentía un dolor agudo en uno de mis costados. Me dolía terriblemente la cabeza y creía que aquel cosquilleo intenso en pies y manos iba a terminar conmigo. Pero ¡estaba viva!

Entonces me percaté de la chica, que temblaba de frío en cuclillas a un metro de donde yo estaba. Su melena roja estaba empapada; el flequillo por completo pegado a la frente y los rizos le chorreaban por los hombros.

Tenía unos enormes ojos verdes con un brillo sorprendente. Vestía cazadora, pantalones vaqueros y una camiseta.

—Me has salvado la vida, ¿verdad? —le dije con una voz rasposa.

—Tú me has salvado primero —replicó—. Ese oso podría haberme matado. Así que estamos empatadas. Ni tú me debes nada ni yo te debo nada a ti.

Me resultó extraño que ese comentario de adulto viniera de una niña.

Me incorporé luchando contra las ganas de llorar que sentía por los pinchazos que me daban en pies y manos.

—Me llamo Cassie —me presenté.

—Yo soy Karen.

—¿Dónde estamos?

—No lo sé —respondió moviendo la cabeza a un lado y al otro—. Nos ha arrastrado la corriente un buen trecho. Creo que también perdí el conocimiento, pero lo recuperé mucho antes que tú y por suerte pude agarrarme a un tronco que flotaba río abajo.

Contemplé los alrededores. Los árboles eran altos, abetos en su mayoría. No distinguí ningún camino, ni rastros de basura ni señales de humanos. Nos encontrábamos en el corazón del bosque.

Intenté dibujarme una imagen mental del curso del río. Sabía que bajaba de las montañas cargado de nieve y lluvia, pasaba cerca de nuestra granja y giraba de nuevo hacia las montañas hasta que cambiaba la inclinación del terreno y entonces se dirigía hacia el mar.

Aquello no me aclaraba nada porque seguía sin saber dónde estábamos. Podíamos encontrarnos a un kilómetro del pueblo más cercano o a quince. Lo peor de todo era decidir en qué dirección echar a andar. Si acertábamos, tal vez diésemos con una carretera enseguida, pero si no… el bosque era enorme y podíamos estar vagando durante días.

—¿Has leído El hacha de Gary Paulsen? —le pregunté a Karen.

—No.

—Yo sí, y ojalá hubiera prestado más atención. No soy lo que se dice una experta en tácticas de supervivencia. Además, ni siquiera tenemos un hacha. Supongo que todo lo que podemos hacer es elegir una dirección y echar a andar.

—Me he hecho daño en el tobillo y no puedo caminar —añadió Karen con una mirada solemne.

Suspiré profundamente. Comenzaba a recuperar la energía y notaba las manos y los pies. Mi cerebro también parecía desentumecerse.

—Karen, ¿se puede saber qué hacías en el bosque?

Se limitó a mirarme sin responder.

—La otra noche había alguien detrás del granero de mi casa mirando hacia la ventana. Eras tú, ¿verdad? —le pregunté al tiempo que un escalofrío sacudía mi cuerpo.

No contestó.

Me temía lo peor. El pánico se apoderó de mí y me costaba respirar.

—Me estabas siguiendo, ¿verdad? ¿Por qué? ¿Por qué me espías? —inquirí, intentando controlar el miedo que crecía en mi interior.

Karen dejó escapar un suspiro, ladeó la cabeza y me lanzó una mirada inquisitiva, como un entomólogo contempla a un extraño espécimen de insecto.

—Me interesas —comentó.

—Pues no veo por qué. No tengo nada de interesante.

—Yo creo que sí. Verás, si no me equivoco, podrías salir de aquí volando si quisieras. Si no me equivoco, digamos que puedes cambiar de forma y… acabar conmigo.

—¿De qué demonios estás hablando? ¿Vienes de otro planeta o qué? —pregunté tras soltar una risa tan forzada que no hizo más que confirmar sus sospechas.

—Exacto, de otro planeta —añadió Karen—, o al menos eso es lo que todos creen. Aparentemente sólo los andalitas pueden transformarse. Sólo un andalita podría convertirse en lobo y desgarrar a mordiscos la garganta del portador de mi hermano.