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Las faenas se me iban amontonando. Una de ellas consistía en cambiar el agua del abrevadero de los caballos, en realidad una vieja bañera con patas en forma de zarpas que habíamos colocado en uno de los prados. Lleva tanto tiempo sin ser cambiada que habían crecido algas y estaba cubierta de hojas que había levantado el viento.

Decidí ir hasta el lugar a caballo. Montar me relaja, pero notaba que últimamente empezaba a darme pereza, así que no lo pensé dos veces y elegí a mi yegua preferida.

Aquella tarde no hacía calor, el viento arremolinaba las nubes amenazando con una puesta de sol temprana. Cabalgué disfrutando de la caricia el viento frío en mi cara e intentando no pensar en nada.

Cuando llegué a la bañera en cuestión, descubrí que estaba limpia. No tenía hojas, ni algas, y había sido enderezada de manera que quedase nivelada.

Salté de la silla de montar e inspeccioné la zona en busca de una explicación. Allí en el barro divisé una huella estrecha, parecida a la de un ciervo, o eso es lo que uno pensaría si no observase con cuidado el lugar, pero yo sabía que se trataba de la huella de un andalita.

Ax había visto que el abrevadero estaba descuidado y se había encargado de arreglarlo.

Aquella parte de los pastos casi estaba tocando el bosque. Unos metros más allá de la valla, la hierba dejaba de crecer para dar paso a la primera línea de árboles. Até la yegua a la valla y eché un vistazo a mi alrededor.

El prado se extendía hasta mi casa, invisible desde aquel ángulo, y los árboles se extendían hasta las montañas.

No me había parado a pensar que no volvería a transformarme. Creo que nunca llegué a hacerme a la idea de que jamás podría volver a convertirme en los animales que tanto amaba y ver el mundo a través de sus ojos y oír a través de sus oídos. ¿Cómo iba a resistir la tentación de transformarme en pájaro y volar?

Dejé escapar un suspiro. Jake tenía razón. No podía correr el riesgo, sobre todo si no iba a contribuir.

—¿A quién le importa? —le pregunté a la brisa.

Sin embargo, por mucho que tratara de convencerme de que no me importaba, no era así. Desde que no podía transformarme, la vida me parecía limitada y aburrida.

En ese instante noté un ligero movimiento detrás de la primera fila de árboles. No distinguí lo que era, pero allí había algo o alguien. ¿Sería Ax?

—Ji-i-iiiiiiii —relinchó la yegua al tiempo que sacudía la cabeza.

Por un momento pensé que podría tratarse del leopardo que se había escapado de la jaula, aunque dudé que hubiese llegado tan lejos. Además, estos felinos no son tan torpes como para dejarse ver. Y la forma en la que aquello se había movido carecía de la sutileza que caracteriza a los leopardos.

—¡Ax! —grité.

No hubo respuesta.

Me subí a la yegua e intenté que marchara al trote, pero el animal estaba inquieto; levantó las patas delanteras y relinchó alto y fuerte.

Había algo que no le gustaba nada. ¿Qué sería? ¿Dónde se ocultaba? Me chupé un dedo y lo puse a la brisa. En efecto, el viento soplaba de los árboles.

—Tranquila, despacio —le dije.

El viento cambió de dirección y la yegua se calmó, lo que aumentó mi preocupación porque confirmaba que el animal había olido algo que venía del bosque y que, al cambiar el viento, había perdido el rastro.

Entonces…

¡CRASH! ¡CRASH! ¡CRASH!

—¡Aaaaaaahhhhh!

Una pincelada de pelo rojo pasó a toda velocidad seguida de una enorme criatura que avanzaba casi a tumbos. ¡Un oso!

Un enorme oso negro perseguía a una chica pelirroja, que corría hacia un árbol. Se aferró a una rama y, como pudo, se izó hasta colocarse en una zona alta. No le serviría de mucho porque si el oso estaba dispuesto a conseguirla treparía hasta alcanzarla.

Antes de pensar, me aferré a las riendas del caballo y le ordené que avanzara.

—Vamos. ¡Jia! ¡Jia!

Enseguida se puso a galope siguiendo la dirección de la valla. La pobre niña se balanceaba en el árbol a punto de perder el equilibrio. Entonces vi lo que me temía: detrás del enorme oso negro apareció un osezno. Por lo general, los osos no suelen atacar a los humanos a no ser que éstos cometan la tremenda equivocación de acercarse a uno de sus oseznos.

El oso negro se había apoyado sobre el árbol y lo estaba haciendo pedazos. La niña gritaba presa del pánico.

Obligué a la yegua a separarse de la valla unos cuantos metros y después la espoleé con los talones para que se dirigiera a galope hacia ella.

El animal obedeció y levantando trozos de tierra húmeda y hierba en el galope se encaminó hacia la valla. Yo me agaché y me agarré con fuerza al tiempo que rezaba para que la yegua supiese saltar porque lo que era yo…

¡Un, dos, tres! ¡Arriba! Y… ¡FAP! El animal rozó la barandilla con los cascos de las patas traseras, pero por suerte aterrizamos sin problemas.

—¡Aguanta, pequeña! —grité al tiempo que nos precipitábamos hacia el árbol.

El pobre caballo estaba aterrorizado, tenía los ojos abiertos como platos y expulsaba espuma por la boca. Se había desbocado. Los caballos no se caracterizan por su inteligencia y, efectivamente, le dio por correr derecho hacia el oso.

La niña, mientras tanto, se aguantaba de la rama sujeta tan sólo por la punta de los dedos.

—¡Aguanta! ¡Ya voy! —grité.

Nueve metros…, seis…, tres…

La chica chilló y se soltó.

El oso rugió.

Eché los brazos al aire y me encontré con la parte delantera de una cazadora vaquera. La agarré con firmeza y, de un tirón, la atraje hacia mí y taconeé sobre el vientre de la yegua con todas mis fuerzas.

Las ramas me rasparon la cara y perdí uno de los estribos. Me revolví en un intento por recuperarlo sin mirar hacia el suelo. La niña se agarraba a mí con tal ahínco que a punto estuvo de asfixiarme. Para colmo, perdí las riendas; la pobre yegua corría como alma que lleva el diablo y el oso no se daba por vencido.

De haber estado en campo abierto, nos hubiera sido fácil sacar ventaja a aquella fiera, pero en la maleza el oso nos ganaba terreno.

De repente, el enorme animal abandonó la persecución y regresó junto a su cría. Sin embargo, la yegua no parecía tener intenciones de parar y yo no alcanzaba las riendas. Todo cuanto podía hacer era aferrarme a su crin y a la cazadora de la chica.

De golpe, los árboles dejaron paso al río de aguas transparentes, que saltaban y chocaban contra las rocas. El caudal bajaba abundante tras las últimas lluvias.

La yegua galopaba fuera de control hacia el río. Intenté hacerme con las riendas una vez más, pero resbalé. Me agarré a la crin del animal y me impulsé hacia arriba hasta recuperar el equilibrio.

La vi cuando la tenía encima.

¡BAM! Me golpeé contra una rama baja y salí volando por los aires para caer en el agua. En ese momento perdí el conocimiento.