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De camino a casa, recuperé mi cuerpo humano. Empezó a chispear, y aunque no llegaba a calar, bastó para humedecer las hojas y la hierba que crujían bajo mis pies al atravesar el campo.

Las luces de mi casa estaban encendidas. A través de la ventana del comedor veía a mi madre sentada frente a su escritorio revisando unos papeles.

A mi padre no le veía, pero imaginaba que estaría sentado en su enorme sillón viendo la tele, con el mando a distancia prácticamente pegado a su mano.

No había luz en el granero. Sólo se distinguía una diminuta pero brillante marca blanca en la puerta que sirve para localizarla con facilidad en la oscuridad, en previsión de que algún animal necesitase ayuda por la noche.

El granero también es la Clínica de Rehabilitación de la Fauna Salvaje. Mis padres son veterinarios. Mi madre trabaja con animales exóticos en Los Jardines, una combinación de zoo y parque de atracciones. Mi padre dirige la clínica, en donde trata a toda clase de animales salvajes heridos: ardillas, gansos, campañoles, zorros, ciervos, conejos, murciélagos, mapaches, aves rapaces, cualquier alimaña.

Yo ayudo a mi padre a llevar la clínica. Les suministro medicamentos a los animales, los limpio, les cambio los vendajes y les doy de comer.

Me encaminé hacia el granero donde siempre guardo la ropa para ponerme después de las transformaciones. Cuando cambias de forma, sólo es posible hacerlo con camisetas ajustadas y mallas. No podía aparecer así en mi casa.

No encendí las luces del granero. Conocía muy bien el camino. Además veía la luz roja de «Salida», y la luz procedente del ordenador en el que registramos el historial de los animales.

Pasé al lado de las jaulas. La mayoría de los animales estaban en silencio, aunque no todos dormían. Los animales nocturnos, aquellos que podían moverse, se paseaban de un lado a otro.

Pasé cerca de un zorro al que le habían cortado el rabo y no pude evitar imaginarme a los gamberros responsables. El animal se dio una vuelta por la jaula, después me miró y continuó moviéndose de un lado a otro.

Me volvió a mirar con esos ojos inteligentes que caracterizan a los zorros.

—No pasa nada —le dije.

La ropa estaba en el trastero. Me cambié y me dirigí a casa.

—Ah, Cassie, ya estás aquí —exclamó mi padre. Como había imaginado, estaba arrellanado en su sillón—. ¡No me digas que has venido a casa andando! Está lloviendo.

—No, la madre de Rachel me ha traído.

—Qué raro. No he oído el coche.

—Porque estarías pendiente de la tele —añadí forzando una risa.

Las mentiras me salían con una facilidad sorprendente. Desde que soy un animorph, me había convertido en una experta mentirosa. Pero todo eso había terminado.

—Supongo. Estaba escuchando lo del leopardo. Al parecer se le ha escapado a un chiflado que le da por coleccionar animales exóticos. Creen que puede haber ido hacia las montañas. Arañó a un hombre al que ha dejado hecho una pena. No será nada fácil capturar a un bicho de ésos. ¿Cariño? —gritó dirigiendo la voz hacia la cocina—. Ha llegado Cassie.

Mi padre estaba demasiado alegre, como si tratara de ocultar algo.

Me dirigí hacia el luminoso y brillante linóleo de la cocina.

—Hola, mamá.

—Hola, cielo —saludó mi madre.

Aquello terminó por alertar mi radar. Mi madre no es de las que dice cosas como «cielo». Algo pasaba. Entonces noté que mi padre entraba en la cocina por detrás de mí.

—¿Qué pasa? —pregunté.

Mis padres se sentaron a la mesa redonda y yo con ellos.

Me esperaba un discurso por pasar demasiado tiempo fuera de casa… Yo ya tenía preparada una respuesta. Prometería no volver a hacerlo, y aquella vez de verdad.

—No es fácil decir esto —empezó mi madre—. Cassie, hemos perdido la subvención para la clínica. Nos lo han comunicado esta tarde.

Miré a mi padre, que retiró la mirada, dirigió la vista al suelo, me miró un segundo y volvió a mirar a otro sitio.

—¿Qué quieres decir? —pregunté como si fuera tonta.

—La… la empresa —mi padre tartamudeó— de comida de animales que ayudaba económicamente a la clínica se retira. Estoy intentando buscar otra compañía, pero no va a ser fácil. Me temo que vamos a tener que cerrar la clínica.

Se me quedaron mirando como esperando que dijera algo, pero a mí no se me ocurría nada.

—Sabemos que será un duro golpe para ti —continuó mi madre.

Me quedé mirando al vacío.

—Seguiremos intentándolo —añadió mi padre—. De hecho, mañana salgo de la ciudad para entrevistarme con el vicepresidente de un empresa.

Pensé en algo que decir, pero me había quedado bloqueada.

Aquello era como si en un sola noche me hubiesen quitado lo que más me importaba en la vida. Había dejado de ser un animorph y me temía lo peor: Rachel fingiría ser mi amiga, aunque sé que nunca me perdonaría. A Jake seguiría gustándole, pero su vida está con los animorphs.

Y, para colmo, iba a perder a mis animales.

Mi madre me observaba de cerca con gesto preocupado.

—Um…, cielo, tienes una cosa en un diente. Aquí —señaló el lugar exacto.

Me toqué donde indicaba su dedo y saqué una tira de color verde y gris.

De alguna manera, mientras cambiaba de lobo a humana, aquel trozo de carne de hork-bajir se había quedado atascado entre mis dientes.