David tardó dos horas en convertirse en un nothlit. Una persona atrapada en una forma.
Dos horas. Pero esas dos horas de horror están para siempre grabadas en mi mente. Aunque viviera cien años, todavía oiría sus gritos, sus amenazas, sus súplicas. Las oiría todas las noches antes de dormirme. Y las oiría en sueños.
Una vez seguros de que David estaba atrapado, Ax y yo nos transformamos. Yo en águila calva, él en aguilucho. Llevamos por turnos a la rata sobre la playa, sobre el mar, hasta una pequeña y desolada roca, a un par de kilómetros de la orilla.
Allí había otras ratas. Imaginábamos que habría comida. Pero las rocas y las olas evitaban que nadie se acercara al islote.
Allí dejamos a David.
<Rachel>, me llamó Ax.
<Dime.>
<Creo… Creo que no quiero volver a hablar de esto nunca más.>
Yo no contesté. Todavía oía los gritos telepáticos que nos siguieron durante mucho rato. Aquel largo gemido: <¡Noooooooooo!>
Hasta que por fin lo dejamos atrás.
Volamos sobre la urbanización Marriot, donde se había celebrado la reunión cumbre. Todavía estaba medio destrozada. Por todas partes se veían trabajadores realizando reparaciones. No había rastro de los líderes del mundo.
Tal vez habían decidido reunirse en alguna otra parte. No sé cómo llegarían a explicarse lo sucedido. Es difícil explicar un ataque de elefantes y rinocerontes aquí en… Bueno, no voy a decir el sitio.
Algo cambió en mí a partir de entonces. No es que de pronto me volviera blandengue o sensiblera ni nada de eso. No me convertí en una niñita. Pero de alguna forma se desvaneció aquella alegría que me daba el combate, la emoción de luchar en batallas imposibles. No sé… supongo que maduré un poco.
No volvimos a saber nada de David. Por lo menos directamente. Pero unos meses después, un chico en el colegio hablaba de aquel islote. Afirmaba que estaba encantado. Él y su familia habían pasado por allí cerca en un barco, y el chico jura que había oído una débil voz que gritaba: «¡No! ¡No!».