Cualquiera que piense que un hospital es deprimente, debería ir a un hospital de niños. En un hospital normal, uno piensa que las enfermedades son cosas de la gente mayor. Cosas como cáncer de pulmón o el mal de Alzheimer.
Pero en un hospital de niños te das cuenta de que los chicos también pueden ponerse enfermos, que podría tocarte a ti, o a cualquier compañero de clase. Resulta de lo más inquietante. Saddler estaba en la UPCI. Unidad Pediátrica de Cuidados Intensivos. Y aquello era como la habitación de un hospital salido del infierno.
En cada sala había cuatro camas, si es que se les podía llamar camas, con todos aquellos monitores sobre la cabeza mostrando los gráficos del corazón y del cerebro y un montón de cosas más, con fantasmagóricas líneas verdes.
Tres de las camas estaban ocupadas. Saddler estaba en la más alejada de la puerta. Yo, nada más entrar, pensé que a veces era mejor morir. Nadie debería estar tan… tan indefenso.
Pero supongo que fue una tontería, porque más tarde me enteré por uno de los médicos de que más del noventa y cinco por ciento de los que entran en cuidados intensivos, por muy mal que estén, salen vivos.
Sin embargo, nadie se mostraba tan optimista con el caso de Saddler. Saddler iba a estar en el otro cinco por ciento. Por lo menos eso habían dicho los médicos.
Bueno… Quisiera decir también, que cada uno reacciona de forma muy distinta ante un «milagro». Había tantos médicos y enfermeras en torno a la cama de Saddler, que casi no pudimos ni acercarnos. Algunos tenían una cara como si Leonardo Dicaprio acabara de decirles lo guapos que eran. Parecían transfigurados. Otros estaban como furiosos, y otros asustados.
La madre de Saddler fue corriendo hasta el médico jefe.
—Doctor Kaehler, ¿qué pasa? ¿Qué le ha pasado a mi niño?
El doctor Kaehler era uno de los furiosos.
—¿Que qué ha pasado? Buena pregunta. Muy buena pregunta. Tengo que decirle que hace una hora tuvimos aquí una crisis. A su hijo se le paró el corazón. Lo llevábamos a toda prisa al quirófano pero, sinceramente, no esperábamos que sobreviviera.
—Pero… —interrumpió ella.
El médico no le hizo ni caso.
—Me habría jugado mi carrera a que Saddler iba a morir en menos de una hora. Pero justo cuando lo subían al quirófano, el ascensor se paró. Una cosa muy rara. El médico y la enfermera que iban con su hijo se desmayaron, parece ser. Cuando se despertaron, el ascensor funcionaba otra vez. Y justo cuando metían a Saddler en el quirófano… ¡Su hijo abrió los ojos!
—¿Qué?
—Que abrió los ojos, y dijo hola.
La madre de Saddler no entendía nada. Se abrió paso como loca entre la maraña de médicos y enfermeras, y se quedó mirando incrédula a su hijo.
Saddler estaba sentado en la cama, tan sano y fresco como una lechuga.
—¿Cómo? —preguntó su padre.
El médico movió la cabeza.
—Ni idea. Por lo visto su hijo no tiene nada. Nada de nada. Ni un hueso roto. Todos se le han soldado. Ni heridas internas, ni siquiera un arañazo.
Estaba furioso. Era comprensible. Al fin y al cabo era un científico, y a los científicos les gusta entender las cosas.
—¡Es un milagro! —susurró la madre de Saddler.
—Yo no creo en milagros —dijo el padre de Jake—, pero esto es un milagro. Yo mismo vi a Saddler ayer, y parecía una hamburguesa cruda.
Los padres de Saddler se echaron encima de su hijo, abrazándolo, besándolo, parloteando como loros. Hasta yo me sentí abrumada.
Entonces miré a Jake. Era el único con cara de aguafiestas. De hecho, apenas podía disimular su expresión de rabia.
—¿Qué pasa? —le pregunté en un susurro.
Me contestó con una sola palabra. Aquello no era ningún milagro.
—David —dijo Jake.