Me estaba transformando en persona lo más rápido posible. Aunque las condiciones climatológicas eran peligrosas, lo cierto es que en aquel momento nos salvaron la vida. El barco guardacostas se hubiera aproximado a nosotros, pero con aquellas olas le era imposible acercarse a la orilla.
Mientras me transformaba, noté cómo se desvanecían las heridas. Las balas cayeron inofensivamente al fondo del mar.
Una vez más, estuve a punto de ahogarme antes de lograr convertirme en delfín. Pero casi no me importó. Empezaba a sentir la depresión que sigue a la batalla, el agotamiento que se impone cuando empieza a disiparse la adrenalina.
La mente de delfín me rescató. Se sentía tan feliz como siempre. El ADN de sus instintos quedó reconstituido con la metamorfosis.
Agité mi cola gris y noté que mi piel se deslizaba con facilidad por el agua. Me sumergí por debajo de la quilla del barco guardacostas y me dirigí hacia alta mar.
Y entonces sucedió. Lance una ráfaga de ultrasonidos, una serie de ondas de sonido muy rápidas. Las ondas viajaban por el agua y rebotaban en todo lo que encontrasen en su camino. Era como un sonar. Un radar submarino.
Entonces vi en mi mente aquella silueta, un perfil que estaba impreso en los archivos más profundos del ADN del delfín.
Era larga, de unos siete metros, y enorme, de unos cuatro mil kilos. De su lomo surgía una larga aleta dorsal. Los ultrasonidos no informaban del color, pero yo supe que, en cuanto me acercara, vería unas manchas blancas y negras.
<¡Ballena asesina!>, grité.
Venía hacia nosotros. ¡Y a una velocidad increíble! Una cosa tan enorme no debería moverse tan deprisa.
Venía a por nosotros, y estábamos indefensos. Era más rápida, más fuerte. Era mortal. Nosotros éramos más ágiles, pero una cosa es segura: son las ballenas asesinas las que comen delfines, no al revés.
<La he captado con los ultrasonidos>, dijo Cassie.
<¿Qué es esa criatura?>, preguntó Ax.
<En realidad es una clase de delfín —informó Cassie—. Un pariente cercano de la especie en la que nos hemos transformado.>
<Ya, un pariente cercanísimo —murmuré yo—. Igual que un doberman es pariente de un chihuahua.>
<Sólo hay una —dijo Cassie—. Qué raro.>
<¿Por qué? ¿Qué tiene de raro?>, quiso saber Tobías.
<Pues que las orcas, por lo general, cazan en manadas.>
<Ya, pues ésta está cazando solita —replicó Tobías—. Con lo grande que es no necesita ninguna ayuda.>
<¿Qué hacemos?>, preguntó Marco.
<No es más que una ballena asesina —nos tranquilizó Jake—. Nosotros contamos con la inteligencia humana. No podemos luchar contra ella, ni podemos escapar. Tendremos que ser más listos.>
<¡Vamos hacia el barco guardacostas! —sugirió Tobías—. Nos quedaremos debajo de él. El sonido de los motores alejará a la ballena.>
<Buena idea>, convino Jake.
Dimos media vuelta y salimos disparados hacia el barco. No iba a ser fácil. Se trataba de meterse debajo de un barco que no era muy grande y que no dejaba de cabecear entre las olas. Además, los delfines respiran aire. Tendríamos que salir a la superficie alguna vez. No podíamos quedarnos escondidos ahí debajo toda la eternidad.
Pero la idea era buena. Y probablemente habría dado resultado. De no haber sido por una cosa terrible.
<¡Ja ja ja! ¿Os creéis que el ruido de un motor me va a asustar? —dijo la ballena asesina—. ¡Qué ingenuos!>