Volvimos a salir bajo la lluvia, que ahora caía con tal fuerza que era como estar de nuevo en el mar.
¡El caos era increíble!
El tejado del hotel, varios focos se movían como locos, barriéndolo todo. Los tiros sonaban por todas partes. Un montón de hombres vestidos de negro corrían de un lado a otro con las armas en la mano entre una multitud de hombres de esmoquin y mujeres con traje de noche, que no hacían más que gritar y tropezar unos con otros. En el aire, se oían varias hélices de helicóptero.
Y mientras tanto, cuatro elefantes y dos rinocerontes cargábamos contra todo lo que se nos ponía por delante.
Los truenos hacían temblar las ventanas, la lluvia lo convertía todo en barro, y cada pocos segundos algún relámpago iluminaba aquel pandemónium como una luz estroboscópica.
Habría sido divertido… Si no nos hubieran estado disparando.
Vi un bungaló que todavía no habíamos destrozado y llamé a Marco.
<¡Eh! Derriba aquella puerta. Yo iré detrás de ti.>
<¿Qué puerta? No veo muy bien.>
<Gira a la izquierda —indiqué—. Muy bien. ¡Venga, venga, venga! ¡A la izquierda!>
¡BLAAM!
<¡Eso no era una puerta!>
<Te he dicho a la izquierda. Déjalo. Ya voy yo.>
Me estrellé contra el muro que Marco ya había casi hundido. Esta vez la pared cayó fácilmente. Sólo hicieron falta dos golpes para que se desmoronara.
¡BANG! ¡BANG! ¡BANG! ¡BANG!
Cuatro balas me dieron en la cabeza. Las sentí como martillazos.
Me aparté de unos hombres disciplinados y de aspecto decidido. Eran tres. Detrás de ellos, atónito y boquiabierto, estaba el hombre más poderoso del planeta.
Os aseguro que tuve que resistir la ridícula tentación de decir: «Es un honor conocerlo, señor».
Pero la sangre me chorreaba por la cara, y estaba un poco mareada. Las balas me habían hecho algo de daño.
Retrocedí, arrastrando trozos de yeso y astillas de madera. Tropecé de espaldas contra un soldado que bajaba deslizándose por una cuerda que parecía caer del cielo. Por encima se oían las aspas de helicóptero. Al cabo de un momento, cayeron más cuerdas por las que bajaron varios hombres de uniforme negro. Iban armados hasta los dientes.
Era el momento de largarse.
<¡Jake! —grité en la oscuridad—. ¡Jake! ¡Están llegando refuerzos!>
<¡Retirada! —ordenó Jake—. ¡Todo el mundo a la playa!>
¡RA TA TA TA TA TA TA TA TA TA TA TA!
Eran metralletas. La pata trasera me estalló en llamas. Bueno, por lo menos eso es lo que yo sentí. Me tambaleé y la pierna herida estuvo a punto de ceder. Me habían herido gravemente.
<¡Venga, Marco! ¡Vámonos de aquí!>
<Pero yo ni siquiera he visto al Presidente>, protestó él.
<¡Marco, ahora no es momento!>
Cargamos contra los emparrados y los matorrales, hasta llegar a la playa barrida por el viento.
Una persona se tambaleó delante de mí. Estaba cubierta de barro y hundida hasta el tobillo en la arena mojada. Y furiosa. Era Tony, el jefe de protocolo de la Casa Blanca. Sólo que nosotros sabíamos que el ADN de Tony había sido adquirido por Visser Tres.
Y a juzgar por la expresión rabiosa de «Tony», se trataba, en efecto, de Visser Tres.
Por un instante nos miramos a los ojos. Él sabía quién era yo. Yo sabía quién era él.
<Supongo que el banquete se habrá cancelado, Visser —dije—. ¡Ahora vamos a ver lo deprisa que corres!>
Me lancé contra él, pero trastabillé. Me encontraba peor de lo que yo pensaba. Visser se dio cuenta de que no le alcanzaría, y se puso a dar brincos de rabia.
—Cuando te atrape no te mataré, andalita —gritaba—. ¡Tendrás que suplicar la muerte!
No tenía tiempo de quedarme a charlar con Visser. Además, se suponía que no teníamos que hablar con los yeerks. No queríamos que adivinaran que no éramos andalitas.
Vi que los demás también estaban en la playa. Algunos andaban con dificultad, otros parecían haber salido ilesos. Dejé a Visser Tres saltando y berreando, y eché a correr sobre mis tres piernas buenas. Salimos disparados hacia la orilla, con las balas silbando a nuestro alrededor, y nos tiramos al agua.
Yo empecé a transformarme de inmediato, mientras seguía internándome en el mar en contra de las olas. La metamorfosis me salvaría la vida. Todo el daño causado por las balas sería reparado.
Estaba como aturdida. ¡Iba a sobrevivir! Me eché a reír como una loca, de puro placer, de pura histeria. Ya no sentía cansancio, sino una alegría frenética por haber escapado viva.
<¿Cómo van a explicar todo esto?>, preguntó Tobías.
<Ni idea —dije yo—. Pero te aseguro que nadie va olvidar esta noche.>