14

La verdad es que los del servicio secreto y la seguridad casi me dieron pena. Estaban los pobres allí, bajo la lluvia, cubiertos con sus ponchos y vigilando con sus gafas de visión nocturna, y, de pronto, fue como si un grupo de ballenas hubiera decidido salir del agua y darse un paseo por la playa.

Quiero decir que seguramente debían estar entrenados para casi todo, pero desde luego no para enfrentarse a un par de rinocerontes y cuatro elefantes africanos que salieron de repente del mar en plena tormenta de pesadilla.

—BRRRRRRRAAAAAAAAARRRR —me anuncié.

—¿Qué demonios…? —oí que decía una voz humana.

Me lancé a la carga sin esperar más. Tuve que subir una pequeña pendiente, pero mis patas eran gruesas como árboles y tenían mucha fuerza.

Alcé la trompa y barrité de nuevo.

—¡BRRRRRRRRRRRRRRAAAAAAAAAAAARRRRRRRR!

Corrí a toda velocidad, como los demás. De pronto estalló un relámpago, y vi a media docena de hombres y mujeres, vestidos con chubasqueros, que nos miraban con la boca abierta.

Sólo uno reaccionó como si supiera qué pasaba. Sacó su pistola y disparó. ¡Apuntándome a mí!

¡BANG! ¡BANG!

Los destellos del cañón de la pistola eran como diminutos ecos de los relámpagos. Esta vez una bala me alcanzó en el hombro. Tampoco es que me hiciera daño, pero sí la note.

El hombre no tuvo ocasión de disparar de nuevo. Bajé la cabeza, apuntándole con mis largos colmillos, y él dio media vuelta y echó a correr.

<Recordad: debemos suponer que éstas son todas personas inocentes>, nos dijo Jake.

Su voz telepática me llegó justo cuando yo dudaba entre atravesar a aquel tipo con mis colmillos o pasarle por encima. Pero Jake tenía razón. Aquéllas eran personas inocentes. Casi todas.

Nuestra misión era crear el caos y asustar a todo el mundo, pero sin herir a nadie a propósito.

Otros agentes de seguridad habían decidido que lo mejor era disparar contra nosotros. El tiroteo se oía en toda la playa, además de los gritos que el aullido del viento ahogaba enseguida.

<¿Todos listos? —preguntó Jake—. ¡A la carga!>

Marco se echó a reír.

<¿A la carga? ¡Seguro que toda su vida ha querido decir una cosa así!>

Así que nos lanzamos a la carga. Echamos a correr por la playa hacia los bungalós más cercanos.

¡Cincuenta metros!

¡Veinte metros!

Mis enormes patas se hundían en la arena a cada paso. Atravesé una línea de matorrales, notando apenas los arañazos de los espinos en mi piel correosa.

Me sentía enorme. Era como un tanque. Corría a toda velocidad con las orejas flameando al viento, barritando como loca con mi trompa, buscando con los colmillos algo que empalar.

Era pura inercia, pura energía animal descontrolada.

Cargué contra un emparrado y lo hice añicos. ¡A continuación había una pared! Seguí corriendo, torcí la cabeza a un lado y la golpeé con el hombro.

¡CRAASH!

¡CRUNCH!

Retrocedí un paso y volví a lanzarme.

¡CRAASH!

¡CRUNCH!

<Una vez más>, grité, riéndome como una idiota. Retrocedí de nuevo y esta vez no hubo ningún «crunch», sólo el estruendo de las piedras desplomándose. De pronto, una brillante luz apareció en el agujero que había hecho en el muro.

En ese momento, Marco, con su nuevo cuerpo de rinoceronte, cargaba contra una puerta y la atravesaba en el mismo movimiento.

Los tipos de seguridad se estaban poniendo serios. Elefantes y rinocerontes correteando por allí… bueno, casi tenía gracia. Elefantes y rinocerontes tirando abajo puertas y paredes… eso ya era otra cosa.

Atravesé el agujero del muro y me encontré parpadeando a un hombre que estaba sentado en una mecedora, ataviado con una camisa de esmoquin, pajarita, calcetines negros y relucientes zapatos. La chaqueta y los pantalones del esmoquin estaban doblados sobre una silla. El hombre me resultó familiar. Era el líder de una gran nación.

Estaba sentado en calzoncillos, sirviéndose tranquilamente una copa de licor. Cuando terminó nos miró a Marco y a mí con expresión belicosa.

No voy a decir quién era aquel hombre, ni qué nación dirigía, pero estaba borracho. Y puede que fuera un borrachín, pero no un cobarde. Se quedó allí sentado en ropa interior, mirándonos desafiante.

<¿Qué hacemos?>, me preguntó Marco.

<Pues supongo que ir a destrozar algún otro bungaló>, sugerí.

De pronto unos doce hombres de seguridad irrumpieron en la sala con las armas en la mano. Y no eran pistolitas, no, sino auténticas metralletas.

Pero el hombre de la silla dio una orden en una lengua extranjera. Nadie disparó. El hombre hizo un gesto con una mano, indicando que tal vez Marco y yo deberíamos marcharnos.

Y eso hicimos. Atravesamos otra pared y nos llevamos con nosotros la mitad del tejado, pero nos marchamos.

Oí a mis espaldas unas carcajadas. Aquel hombre se reía como si le hubiéramos alegrado el día.

Claro, que ahora que lo pienso, pasarse el rato hablando con un puñado de políticos debe de ser un aburrimiento espantoso. Creo que, al cabo de un par de días, yo también me alegraría de ver irrumpir en mi salón a un par de bestias enfurecidas.