Estaba bañada en luz.
—¿Qué demonios…? ¡Es un tigre! ¡Frank! ¡Un tigre en la galería! —anunció una potente, estruendosa voz humana.
—Y tanto que es un tigre.
—¿Qué hacemos con él?
—Llama al sargento. Está herido. Tenemos que llamar a alguien… Pero no tengo ni idea de a quién. Tú sigue apuntándole con la pistola. Todavía podría ser peligroso.
<¡Ax! ¡A la oreja de Jake!>, exclamé.
Agitamos nuestras demenciales alas de mosca y despegamos. Tardamos unos instantes en encontrar la oreja de Jake, guiándonos por la extraña visión de mosca, que era como ver el mundo a través de un montón de televisores. Pero al final nos metimos en una enorme cueva triangular.
Era una cueva llena de pelos, en la que resonaban todos los ruidos del exterior y los del cuerpo del tigre.
<Ax, ¿cuánto tiempo lleva Jake transformado en tigre?>
<Sólo puedo hacer un cálculo aproximado. Yo diría que unos treinta y dos minutos.>
<¿Treinta y dos minutos? ¿A eso llamas tú «un cálculo aproximado»?>
<Estoy suponiendo que Jake se dirigió directamente a este lugar desde el punto en el que lo dejé, y se transformó tan pronto como llegó aquí —contestó Ax—. Hará, como mucho, treinta y cinco minutos.>
<Con eso hay tiempo de sobra para que llegue la madre de Cassie.>
Pero la madre de Cassie no fue la primera en llegar. La ambulancia llegó antes. Y, para mi sorpresa, los médicos se pusieron a trabajar inmediatamente sobre Jake, una vez se aseguraron de que el tigre estaba inconsciente.
Aplicaron presión en la terrible herida del cuello y pararon un poco la hemorragia. Pero no podían hacer mucho más.
Media hora más tarde, llegó la madre de Cassie, con el padre de Cassie y la misma Cassie. Supongo que se habría imaginado que el tigre herido del centro comercial sólo podía ser Jake.
<¡Cassie! Soy yo, Rachel>, la llamé por telepatía privada.
Cassie no podía contestar, claro, pero sí que podía oír.
—Necesita una transfusión. Ha perdido mucha sangre —decía la madre de Cassie, en un tono seco, profesional, que no le había oído antes.
<Cassie, el tigre es Jake. Lleva transformado poco más de una hora. Tienes que hacer que recobre el sentido. Ha sido David. David le atacó. A él y a Tobías. Tobías está… —No pude decirlo. No podía—. Mira, haz que Jake vuelva en sí, como sea. Ax está conmigo. Tenemos que ir a buscar a David. Quizá decida atacar a Marco.>
—Un momento, yo conozco a este tigre —dijo la madre de Cassie—. Es uno de los nuestros, de Los Jardines. ¡Nadie me ha avisado de que se hubiera escapado! Muy bien, aprieta la bolsa un par de veces para que empiece a fluir la sangre. Yo voy a cerrar ahora mismo esa herida, si no, no sobrevivirá.
<Cassie, si me oyes di «muy bien».>
—Muy bien —contestó Cassie—. Buena suerte.
—¿Cómo que buena suerte? —replicó su padre—. No necesitamos suerte, teniendo aquí a tu madre.
<Ax, ¿estás listo?>
<Sí.>
Por fin echamos a volar. Nadie, con la posible excepción de Cassie, advirtió que dos moscas salían de la oreja del tigre.
La verdad es que tuve que hacer un esfuerzo para resistirme al urgente deseo de la mosca de posarse en el charco de sangre y dar un chupetón.
Nos elevamos, con ese vuelo errático de las moscas, y mientras pasaba por encima de las cabezas de los enfermeros, veterinarios y policías, oí hablar a uno de los médicos.
—Se ha debido caer por la claraboya del techo y se habrá cortado con el cristal —decía.
—Sí, seguramente fue eso —convino la madre de Cassie—. Sólo que yo juraría que esa herida se la ha hecho otro felino. Claro que ya sé que eso es una tontería.
—¿Vivirá? —preguntó Cassie.
Yo no oí la respuesta.
No estaba segura de querer oírla.
Me dirigí hacia la claraboya. Había varios policías en el tejado del centro, pero encontramos un lugar para aterrizar, ocultos detrás de un enorme aparato de aire acondicionado.
Nos transformamos rápidamente. Justo al otro lado de nuestro escondite, oí los susurros de dos agentes de policía.
—¿Un tigre? Nadie ha avisado de que se haya escapado ningún tigre. Debe de ser uno de los bandidos andalitas.
Nosotros ya sabíamos que los yeerks se habían infiltrado en la policía, pero a pesar de todo, era horrible oírles hablar de los andalitas.
—Sí, puede que tengas razón, pero no podemos hacer nada. No tenemos más hombres por aquí.
—A Visser Tres no le va a gustar esto —dijo el primer policía, estremeciéndose a pesar de que no hacía frío—. Pensará que deberíamos haberlo matado.
—Pues entonces más vale que Visser Tres no se entere de nada.
—Sí, no hay por qué molestarle con cada minucia. Sí. Más nos vale cerrar el pico.
Ax y yo volvimos a transformarnos. Él adquirió su forma de aguilucho, yo me convertí en búho. Y nos alejamos volando en la noche, en dirección a casa de Marco. Marco estaría dormido, desprevenido. Se sentiría a salvo detrás de las paredes de su casa y la puerta cerrada.
Sólo que ni las puertas ni paredes significan gran cosa para un animorph.
Entonces me di cuenta de lo difícil que iba a ser todo esto. Visser Tres llevaba mucho tiempo intentando acabar con nosotros. Tenía cientos de controladores humanos, taxxonitas, hork-bajir, naves espaciales y todos sus cuerpos, tan monstruosos y mortales.
Nosotros, por nuestra parte, sólo éramos seis. Bueno… ahora cinco. Y tal vez cuatro.
Nosotros solos contra una persona que podía convertirse en cualquier animal que tocara, una persona que podía ser cualquier criatura: una mosca en tu pelo, un gato en un árbol, un murciélago en la noche y, cuando menos te lo esperases, cuando más vulnerable fueras, un león, un tigre o un oso.
Empezaba a darme cuenta de por qué Visser Tres nos odiaba tanto.