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<Ax, cambia de forma.>

Se me hacía raro decirle a Ax lo que tenía que hacer. Pero Jake estaba fuera de combate. Eso no quería decir que yo fuera la líder, pero alguien tenía que serlo. Debíamos trabajar unidos.

De todas formas sentí una punzada de duda. ¿Me haría caso Ax?

Sí, ya había empezado a cambiar. Pronto habría recuperado su cuerpo andalita.

<En cuanto termines la transformación, vete a aquellas escaleras. Desde allí verás perfectamente a Jake y podrás cubrirme.>

Nos encontrábamos en un enorme rellano cuadrado entre dos pisos. En un extremo había unas escaleras mecánicas, al otro extremo unas normales, y todo de barandillas alrededor. Ya sabéis, la típica estructura de un centro comercial.

Esperé impaciente que Ax terminara de transformarme. Íbamos a necesitar artillería pesada, y muy pocas cosas son más peligrosas que un andalita.

Ax corrió hacia las escaleras y entonces comencé a transformarme yo. Pensaba convertirme en oso e ir a las escaleras mecánicas del otro extremo de la sala. Pensaba que, convertida en oso, ni siquiera un león podría hacerme daño. Y así tendríamos a Jake cubierto por los dos lados.

Fui recobrando poco a poco mi forma humana. Era rarísimo, allí en medio de la galería. Estaba descalza, y llevaba puesto sólo mi atuendo de transformación: un maillot.

Sabía perfectamente dónde estaba, qué tiendas tenía alrededor.

Al fin y al cabo me he pasado una buena parte de mi vida en ese centro comercial.

Pero aquél no era el lugar al que yo estaba acostumbrada. Aquél era un lugar de luces tenues y oscuras sombras. Un lugar amenazador, peligroso.

¡Un ruido!

Me volví hacia Ax. Los dos estábamos alerta, escuchando. Sonó un timbrazo. Venía de… venía de la joyería, unas diez tiendas más allá.

Forcé la vista y vi cristales rotos en el suelo. Alguien había roto el escaparate. ¡David, claro! Seguramente se estaba llevando un saco de diamantes en ese mismo instante.

—¡Adelante! —susurré a Ax—. ¡Yo voy enseguida!

Terminé de transformarme y, a pesar de las circunstancias, me di cuenta de que en Foot Locker estaban de rebajas.

Comencé a cambiar de nuevo y…

No llegué a oírlo. No hubo ningún rugido, ninguna advertencia. Sólo vi un destello marrón reflejado en el escaparate de Foot Locker. Como un cohete a ras de suelo.

Me di la vuelta bruscamente.

¡Un león!

El león saltó sobre mí. Yo me agarré a la barandilla retorcida y salté.

—¡Aaaaahh! —grité de dolor.

Mis dedos y mi muñeca recibieron todo el peso de mi cuerpo.

Estaba allí colgada, indefensa, a varios metros por encima de Jake y del suelo.

Con la otra mano conseguí agarrarme a otra barra de la barandilla.

¿Pero qué podía hacer ahora?

David pasó de largo y derrapó hasta pararse. Fue casi cómico. Casi.

Si subía de nuevo, estaría indefensa. Si me dejaba caer me rompería una pierna o un tobillo, y también estaría indefensa.

Dos vigas transversales atravesaban el espacio abierto. De ellas colgaban varios banderines. No sé lo que decían. Tal vez anunciaban unas rebajas o algún acontecimiento especial.

La viga más cercana estaba a un metro a mi izquierda. Debía de medir unos siete u ocho centímetros de grosor, unos dos centímetros más estrecha que una barra de equilibrios.

Soy muy aficionada a la gimnasia, pero hacía tiempo que no me entrenaba. Y nunca había intentado balancearme y dejarme caer sobre una barra de siete centímetros de ancho colocada a unos cinco metros por encima de un duro suelo de granito.

David se preparó y volvió corriendo. Ax todavía no estaba a la vista.

Yo me dispuse a balancearme colgada de la barandilla.

El corazón me latía tan deprisa que casi me cortaba la respiración.

David se acercaba sin hacer ruido, sobre sus grandes patas de león, meneando la cola, moviendo su cabeza gigantesca de un lado a otro, como dándose importancia.

<El andalita anda detrás de un despertador —dijo—. Yo mismo puse la alarma.>

Yo seguía balanceándome. Mis piernas describían un arco cada vez más amplio. Miré a David por entre los barrotes.

<Lo único que tengo que hacer es morderte los dedos, Rachel. ¿No me vas a suplicar clemencia? —se burló David—. No, claro que no. Tú eres muy valiente, Rachel.>

Abrió la boca, volvió de lado la cabeza para morderme los dedos y…

¡Yo me solté!

Caí, miré hacia abajo, vi la viga demasiado lejos. ¡Pero un pie dio contra ella! Doblé la rodilla para absorber el impacto y moví los brazos por encima de la cabeza para modificar mi centro de gravedad y recuperar el equilibrio.

Durante un momento espantoso oscilé adelante y atrás, con un pie en el aire. Hasta que por fin noté la barra debajo de mí. ¡Tenía en ella los dos pies!

Entonces respiré por primera vez desde hacía una eternidad.

David me lanzó un zarpazo entre los barrotes. Me pasó tan cerca que noté el aire de su garra. Me quedé allí, inmóvil, sin saber qué hacer.

<Muy bien —dijo él—. No soy un asesino, ¿sabes? Nunca mataría a un ser humano. Ahora bien, un pájaro, un tigre… eso ya es otra cosa.>

Yo me lo quedé mirando. ¡El muy traidor!

—Ya puedes esconderte bien —le espeté—. Porque te prometo una cosa: te mataré, David.

Él se volvió y se alejó riendo.

—¡Te mataré! —chillé—. ¡Te mataré! ¡Te mataré!