Alguien en el estrado estaba presentando al primer orador.
—Damas y caballeros, con ustedes un gran hombre, un hombre del pueblo, pero también un hombre que pertenece a la historia…
Junto a la columna, había apostados dos tipos corpulentos, vestidos de negro, cada uno a un lado de la «puerta».
La sala estalló en aplausos, y el hombre se levantó y echó a andar hacia nosotros, hacia lo que creía que era una columna de mármol.
—¿Quién es? —preguntó David.
—El presidente francés —contesté—. Creo.
El presidente francés rodeó la columna y… pasó de largo y subió al estrado.
Nosotros nos miramos desconcertados.
—Debe de ser el controlador —dijo David.
Yo asentí, pero no estaba muy seguro. Algo me preocupaba, algo se me escapaba. Una terrible sensación de que había pasado algo por alto.
Por desgracia, como la mayoría de las premoniciones, ésta resultó inútil. Porque, por lo general, las premoniciones de esa clase suelen ser erróneas.
Aun así intenté concentrarme, descubrir qué era lo que me inquietaba.
El presidente francés habló durante unos diez minutos, y volvió a su sitio. A continuación hubo otra presentación, y el primer ministro ruso se dirigió hacia el estrado.
Nosotros nos preparamos de nuevo. Se acercaba, se acercaba…
Esta vez tenía que pasar. Erek, el chee, contaba siempre con excelentes fuentes de información, y nos había dicho que sólo uno de los jefes de Estado era con toda seguridad un controlador.
El presidente ruso pasó de largo. Subió al estrado y comenzó a hablar. De vez en cuando se interrumpía para que el intérprete tradujera sus palabras al inglés.
Entonces lo supe.
—¡Madre mía! —susurré—. ¡Es una trampa!
Por un momento me quedé paralizado. No podía pensar. No podía ni respirar.
Hasta que por fin me di cuenta de que, como mínimo, había una cosa que sí sabía.
—¡Cuerpos de combate! ¡Ahora mismo!
Nadie preguntó por qué, nadie vaciló.
Yo mismo comencé a desarrollar un pelaje de rayas negras y anaranjadas. Pero antes de transformarme del todo agarré a Ax del brazo.
—Un holograma dentro de un holograma. ¿Es posible?
Él me miró con expresión perpleja, luego furioso. No hizo falta que contestara.
Yo ya era medio tigre cuando el primer ministro ruso se echó a reír. Estaba ahí en el estrado, riéndose, aunque todavía parecía estar lanzando su discurso. Miraba hacia el público y hablaba en ruso. Pero de su interior provenía el ruido de una risa.
<¿Todavía no habéis averiguado la verdad? —preguntó una conocida voz telepática—. ¿No os dais cuenta de lo que ha pasado? Vamos, vamos, seguramente ya lo sabéis. Unos luchadores tan inteligentes como vosotros se lo debían de haber imaginado.>
Del presidente ruso surgió una pezuña, luego un par de cuernos con ojos, un brazo… Hasta que Visser Tres salió del todo. Fuera del holograma del ruso.
El ruso seguía hablando. El público movía la cabeza con atención e interrumpía de vez en cuando con aplausos. Pero nada de eso era real.
Estábamos dentro del holograma de una columna de mármol. Pero el holograma de la columna estaba dentro de un holograma de una sala llena de gente. Un holograma en el que aparecía un presidente que en realidad estaba fuera, vestido con pantalones cortos, como Cassie había dicho.
<Desconectad el holograma exterior,> ordenó Visser Tres.
Al instante desapareció la sala llena de gente. Todos los jefes de Estado. Todos los invitados. Toda la comida. Todos los ruidos de risas, aplausos y conversaciones.
Todo desapareció, y en su lugar surgió la sala de banquetes vacía, excepto por las mesas y sillas.
Por eso y por un sólido muro de guerreros hork-bajir en torno a nosotros, todos armados con rayos dragón apuntándonos directamente. Por lo menos apuntando a la columna de mármol que ellos veían.
<Ahora —prosiguió Visser Tres, con exquisito deleite—, ahora podéis desconectar el holograma interior.>
Supimos que la columna había desaparecido. Estábamos expuestos a un ejército de hork-bajir, y a menos de un metro de distancia del mismísimo Visser Tres.
Éramos una extraña colección de animales: un tigre, un león, un oso, un halcón, un lobo, una serpiente y un andalita. Constituíamos una fuerza formidable. Pero no éramos nada comparados con el ejército que nos rodeaba.
Si uno de nosotros movía un solo dedo, treinta o cuarenta rayos dragón dispararían al instante. Y un segundo más tarde no quedaría de nosotros más que una masa de átomos.
<A propósito —dijo Visser Tres radiante—, el auténtico banquete es mañana por la noche.>