<¿He dicho alguna vez que esto es una locura?>, preguntó Marco.
<Sí, creo que ya lo has mencionado>, repliqué.
<¿Y he mencionado que de todas las locuras que he hecho en mi vida, ésta es tan demencial que a su lado todas las demás parecen sensatas?>
<No, creo que eso no lo has dicho más que unos… nueve millones de veces.>
<Muy bien. Sólo quería dejar bien claro que esto es de locos. De locos.>
<Marco, si no te callas te morderé más fuerte todavía>, dijo Rachel.
La situación era la siguiente: todos nos habíamos transformado en aves de presa y volábamos muy alto. Demasiado alto para unas aves de presa sin corrientes termales que nos levantaran. Teníamos que hacer un gran esfuerzo, os lo seguro. Aleteábamos como chalados, batallando por cada metro de altitud.
Y para empeorar la situación, todos íbamos cargados. Yo llevaba un plomo en forma de lágrima. Es verdad que no era muy grande, debía de pesar unos cien gramos, pero no sé si habéis intentado acarrear cien gramos siendo un halcón peregrino. Los halcones no son tan grandes.
Tobías, Cassie, David y Ax llevaban pesos similares: plomadas, plomos de pesca, incluso un punzón. Los habíamos encontrado entre viejas herramientas y aparejos de pesca, en el granero.
Rachel llevaba a Marco.
Y Marco era una serpiente.
De hecho era la cobra que antes tenía David. A la serpiente de David le habían sacado el veneno, pero como Marco se había transformado a partir de su ADN, nuestro amigo era una cobra normal, con un veneno que podía aturdir a un caballo en segundos y matarlo en minutos.
Rachel, que era la más grande de nosotros en su forma de águila calva, era la encargada de acarrear a Marco.
Volábamos sobre la playa, siguiendo la orilla para no perdernos. No había luna, pero de todas formas no la habríamos visto a través de los negros nubarrones que cubrían el cielo y que estaban justo encima de nosotros. De hecho, al volar atravesábamos algunos jirones.
Pero la orilla se veía bien. Era una línea plateada que avanzaba y se retiraba, pero que siempre señalaba el camino. Por si teníamos problemas en la oscuridad, Cassie se había transformado en un enorme búho. Nuestras aves de presa no veían tan bien en la oscuridad como a la luz del día, pero Cassie podía distinguir hasta a los cangrejos que correteaban en la arena cientos de metros más abajo.
A lo lejos, ya había aparecido el resplandor de la urbanización Marriot, que estaba más iluminada que un árbol de Navidad.
Por fin pasamos en silencio sobre la hilera de árboles que marcaba el límite de la urbanización.
<¡Mirad! —exclamó de pronto Cassie—. ¡Es él!>
<¿Quién?>, pregunté alarmado.
<¡El presidente! Ha salido de una cabaña y se dirige hacia otra. ¿No lo veis? Lleva pantalones cortos.>
<Oye, a ver si podemos conseguir un autógrafo>, dijo David, riéndose de su propia broma.
<Ax-man —terció Tobías—. ¿Tenemos suficiente altura para penetrar el campo de fuerza?>
<Creo que sí. Casi seguro. Probablemente.>
<Vaya, qué tranquilizador.>
Era Marco, por supuesto.
<Yo iré primero —se ofreció Ax—. Si choco contra un muro invisible y caigo al suelo inconsciente sabréis que el campo de fuerza es todavía muy potente a esta altura.>
¿Era una muestra del sentido del humor andalita? Nunca conseguía estar seguro.
Ax imprimió más fuerza a sus alas de aguilucho y voló por encima de la sala de banquetes justo sobre el lugar donde el campo de fuerza y el holograma penetraban en el tejado.
Pareció perdido un momento, volando de un lado a otro, hasta que…
<¡Estoy dentro! —anunció—. ¡Ja! ¡Sólo estamos a sesenta metros de altura! Un campo de fuerza andalita sería diez veces más potente a esta distancia del punto focal.>
Volaba en círculos, siempre dentro del rayo. Nosotros nos acercamos. Al atravesar el perímetro sentí una especie de cosquilleo, como si tuviera las plumas cubiertas de hormigas. Pero estaba dentro, y se veía el agujero circular en el tejado. Abajo había luz. Luz suficiente para distinguir las cabezas de tres controladores.
<Son tres —contó Rachel—. No hay problema.>
También se veía el estanque yeerk de acero inoxidable. Los controladores humanos vigilaban junto a ella. Tres cabezas.
Tres objetivos.
<¿Listos?>, pregunté.
<¡Vamos allá!>, exclamó Rachel.
<Estoy listo, príncipe Jake.>
<Yo desde luego no>, dijo Marco sombrío.
<Muy bien. Iré yo primero. Luego David, puesto que es el más rápido cayendo en picado. Luego Tobías, Cassie y Ax. Rachel, tú bajas la última con Marco. A la de tres. Una… Dos…>
Giré las alas, agité la cola y me lancé hacia abajo, aleteando para ganar velocidad.
El animal más rápido en el aire es un halcón peregrino cayendo en picado. Alcancé en segundos los ciento cincuenta kilómetros por hora, y seguía acelerando. Más y más deprisa, mientras mis ojos de halcón, con intensidad de láser, veían que la cabeza ahí abajo se iba haciendo más y más grande.
Llevaba el peso de plomo en las garras. Yo era como un bombardero, y volaba a más de ciento cincuenta kilómetros por hora cuando lancé mi bomba.
Ahora ya sabéis para qué llevábamos pesos.