¡Atrapado por una araña!
Estábamos en el edificio más seguro del mundo, rodeados por las fuerzas de seguridad de cinco países, más los yeerks, y a mí me había atrapado una araña.
La araña avanzó, cautelosa, pero no lenta. Fue recorriendo con cuidado los hilos de la telaraña.
Yo veía con toda claridad sus ojos saltones: dos ojos enormes y otros cuatro más pequeños debajo. Y vi también las crueles mandíbulas, diseñadas para desgarrar carne de insecto.
<¡Dos minutos, príncipe Jake!>, informó Ax.
<¡Yo me voy a transformar!>, exclamó David.
<¡No! —grité—. Quedarás aplastado aquí dentro.>
No podía soltarme de la telaraña… a menos que tuviera algo más de peso. Empecé a transformarme a toda velocidad. En un instante pasé de ser un insecto de seis centímetros a ser un insecto de doce centímetros con unos rasgos muy peculiares. La telaraña cedió y yo caí al suelo del túnel.
<¿Qué haces?>, exclamó Rachel.
<¡Aaaaaah!>, gritó Cassie de pronto.
<¡Cassie está herida!>, dijo David.
La araña seguía avanzando. Yo seguía creciendo. Ya medía quince centímetros. Mis rasgos de libélula se iban alterando a medida que el ADN humano se restablecía.
Veía a las pulgas en mi espalda, ahora más separadas entre sí. Pero una de las pulgas no estaba bien. Una de las pulgas sangraba. La sangre rezumaba entre las rendijas de la armadura.
¡Era mi sangre!
La metamorfosis debía de haber creado en mi cuerpo una arteria semihumana, y el súbito flujo de sangre había hecho estallar las tripas de Cassie.
La cabeza me daba vueltas. ¡Cassie estaba herida! ¡La araña seguía avanzando! Mi propio cuerpo era un desastre.
¡Pero por fin estaba libre de la telaraña! Intenté mover las alas. ¡Nada! Era demasiado grande. Tenía que volver a transformarme, recuperar el tamaño de la libélula. Empecé a encoger… ¡Demasiado despacio! Y ahora la araña avanzaba al galope sobre sus ocho patas, chasqueando las mandíbulas con frenesí.
Yo me transformaba lo más deprisa posible. Ya casi era otra vez libélula, y estaba libre de la telaraña. ¡Pero Cassie se había caído!
<Queda un minuto, príncipe Jake>, anunció Ax con verdadero tono de desesperación.
<¡No! ¡No pienso quedarme atrapado en esto! —gritó David—. ¡No! ¡NO! ¡NOOOO!>
David comenzó a transformarse en humano. Yo aleteé, despegué y me volví rápidamente en el aire. Cassie yacía indefensa en el suelo. Bajé hacia ella, la agarré con las mandíbulas y salí disparado a toda velocidad por el mismo camino que habíamos venido.
Pero ahora David crecía cada vez más y empezaba a aplastarme.
¡No quedaba tiempo!
Vi la rejilla, doblé las alas, la atravesé a toda velocidad.
<¡TRANSFORMAOS! ¡Ahora! ¡Ya! ¡Ya!>, grité.
Cinco pulgas salieron catapultadas de mi espalda por los aires, haciéndose cada vez más grandes.
<¡Cassie! ¡Transfórmate!>, exclamé mientras la soltaba.
Cassie cayó. La fui perdiendo de vista, mientras se precipitaba hacia el suelo de la sala de banquetes, a millones de kilómetros de distancia. Para cuando yo aterricé en una mesa estrecha y curvada, ya estaba recuperando mi cuerpo.
<¡No puedo salir de esta forma!>, gritó Marco.
El corazón se me quedó paralizado.
<¡No, no, no! ¡Marco, sigue intentándolo! ¡Inténtalo!>
Yo mismo crecía cada vez más sobre la mesa. Mis alas desaparecían, mi abdomen se encogía, las piernas se me hacían más gruesas.
Mis propios ojos iban apareciendo, y a través de ellos vi que alguien se transformaba a pocos centímetros, sobre la mesa. Pero era una metamorfosis que yo no había visto jamás. La persona no estaba cambiando, sino sólo creciendo. Y crecía con la forma de una pulga. Una pulga de treinta centímetros. Más grande aún. ¡De medio metro!
Os voy a decir una cosa: existe una buena razón para que los insectos nos den asco. Si podéis, conseguid una foto aumentada de una pulga. E imagináosla del tamaño de un chico.
Se sostenía sobre seis patas peludas. El cuerpo era de color óxido y tan estrecho como si lo hubiera atropellado un tren. Estaba hecho de placas de armadura. La cabeza era un casco horripilante, con una hilera de púas en torno a la parte superior y los lados. En la parte inferior del casco había más púas, como una espantosa parodia de un bigote. De la cabeza sobresalían dos antenas y le colgaban unos colmillos largos y afilados. Los ojos eran como dos botones negros, muertos, sin alma.
Ahora era una pulga del tamaño de un perro.
<¿Marco?>, grité.
<¡Por favor! ¡Por favor ayúdame! ¡Ayúdame!>