<¡Aaaaaahh! ¿Quieres ir más despacio?>, me gritó Marco.
<No voy tan deprisa. Además, ¿cómo sabes si voy deprisa? Eres una pulga y no ves ni torta>, señalé.
<¡Siento el viento que levantan tus alas! Es como un huracán. Si nos caemos tendremos que transformarnos en mitad de la playa.>
Yo todavía era una libélula. La visión trasera me mostraba mi largo y verdoso abdomen. Y apretujadas en mi abdomen, sentadas como pasajeros en desordenadas filas, iban cinco pulgas.
<Oye, quiero llegar cuanto antes, ¿de acuerdo? —dije—. ¿Te crees que me gusta llevar cinco pulgas encima chupándome la sangre?>
<¿Tú te quejas? —chilló Marco—. Oye, que somos nosotros los que estamos aquí sentados mientras tú vuelas como un jet jugando a Top Gun.>
<Venga, calla, Marco —terció Rachel de buen humor—. Esto es divertido. El viento silba entre las rendijas de mi armadura, agitando las púas de mis patas…>
<Estáis todos chiflados>, aseveró David.
<En cierto modo, es fascinante>, dijo Cassie.
<Estáis chiflados del todo>, insistió David.
<Aerolíneas Libélula>, bromeó Rachel con una carcajada.
<No podemos ir más despacio —señaló Ax—. Hemos tardado mucho en subir a bordo de la libélula. Si sumamos a eso el tiempo que tardó Tobías en transportarnos hasta aquí, está claro que no nos quedan más de veinte minutos en esta forma.>
Tenía razón. Suena fácil eso de subir cinco pulgas a una libélula. Pero la verdad es que las pulgas no saltan con mucha precisión, de modo que los chicos se habían pasado una hora dando brincos y volteretas por los aires, como trapecistas lunáticos, hasta que consiguieron subir todos a bordo.
<¿Cómo vamos, Tobías?>
Tobías volaba varios metros más arriba, poniendo todo su empeño en parecer un halcón inocente. Por desgracia, los ratoneros no suelen volar por encima del agua. De todas formas lo necesitábamos para que nos guiara hasta la urbanización. La libélula era muy buena para ser un insecto, pero no tanto que pudiera ver los mil metros que nos separaban del muro exterior de Marriot. Mientras que Tobías podía seguir fácilmente a una libélula de seis centímetros.
<Te estás desviando un poco hacia la izquierda —indicó Tobías—. Ahora, sigue recto. Así, perfecto. Vas directo al objetivo, y te acercas deprisa.>
<Es como ver las cintas de Tormenta en el desierto —señaló Rachel—. Como si Tobías fuera el piloto del avión y nosotros fuéramos el misil «inteligente» yendo hacia el objetivo.>
<¿Ponéis vuestras guerras en la televisión para que la gente las vea? —preguntó Ax totalmente perplejo—. ¡Humanos!>
<Nos acercamos al muro>, informó Tobías.
<Ya veo los árboles>, dije.
<Pues yo no veo nada —terció Marco—, pero me he puesto morado de sangre de libélula.>
Los árboles se alzaban, más rojos que verdes con mi visión de libélula. Sus enormes ramas se cernían sobre mí. Yo zigzagueé entre ellas.
<Bien, voy a subir más —anunció Tobías—. No quiero estar al alcance del calvo de ojos asesinos.>
Yo ya veía el edificio principal del hotel, en psicodélicos rojos y naranjas.
Sólo había un problema.
<Tobías, ¿ves alguna ventana abierta?>
<No. Ya la he estado buscando, pero no he visto ninguna.>
<Podemos aterrizar y entrar por la puerta principal>, sugirió Rachel.
<El vestíbulo estará lleno de gente —contesté—. Somos pequeños, pero no invisibles.>
<Tengo una idea —dijo Tobías—. ¡Los gorros de los botones! Son bastante altos, y los botones siempre saludan levantándose el gorro antes de recoger los equipajes de los clientes.>
<Sí, son muy educados. ¿Y a mí qué?>, replicó Marco.
<Bueno, pues que como se quitan el gorro un instante…>
<¡Ni hablar!>, protestó Marco.
<¿Quieres que nos metamos debajo del gorro de alguien? —dijo David—. Tendríamos que hacerlo en una fracción de segundo. Y además, el tipo notaría que tiene un insecto de seis centímetros en la cabeza.>
<Las libélulas pueden sostenerse en el aire>, señaló Cassie.
<¡Vamos allá!>, exclamó Rachel.
<¿Qué es un gorro?>, preguntó Ax.
A mí no se me ocurrió ninguna idea mejor. Ni a mí ni a nadie. Y os aseguro que yo estaba más que dispuesto a escuchar cualquier otra sugerencia.
<Muy bien, vamos a intentarlo>, dije por fin.
Me lancé a toda velocidad hacia la puerta principal del hotel, donde esperaban varias limusinas. Había agentes de seguridad por todas partes. Los empleados del hotel, de uniforme, intentaban abrirse paso entre los tipos de seguridad para hacer su trabajo.
<Debo preguntarlo de nuevo: ¿qué es un gorro?>
<Un gorro es una cosa que la gente lleva en la cabeza —explicó Rachel—. Una prenda de ropa.>
<Ah, sí, ropa —le dijo Ax con tono de desaprobación—. Ropa en la cabeza, claro. ¿Hay alguna parte de vuestro cuerpo que no tapéis con ropa?>
<Sí, la cara. Lo cual es una pena, teniendo en cuenta la cara de Marco>, contestó Rachel.
<Oye, que soy la pulga más guapa que has visto en tu vida —replicó Marco—. Nadie tiene una boquita chupasangre tan bonita como la mía.>
Yo me concentré en la multitud. Me resultó muy fácil divisar a los botones. La cosa era encontrar a uno que estuviera a punto de…
<¡Eeh!>, gritó Cassie.
Yo acababa de poner el turbo. Vi el gorro. Vi la mano que se tendía hacia el gorro. Vi el gorro que se levantaba… más… más… ¡Una apertura!
¡ZUUUUUUM!
¡Me metí debajo! Una súbita penumbra. Mis ojos no se adaptaban. No veía nada…
¡PLAF!
Me estrellé contra una pared curva de fieltro. Intenté mantener la altitud, porque si aterrizaba en la cabeza del botones, el tipo sin duda se daría cuenta.
Y en ese momento se apagaron las luces del todo. El gorro estaba de nuevo sobre la cabeza. Yo me sostuve en el aire, meneando las alas como loco.
El muro de fieltro se precipitó hacia mí. El botones se estaba moviendo. Yo aleteé, intentando mantenerme exactamente en el mismo lugar, lo cual es casi imposible cuando lo único que se ve es un círculo oscuro de fieltro.
<Tengo que controlar esta necesidad horrible que tengo de saltar —anunció Cassie—. ¡La pulga está oliendo al tipo éste!>
<Yo también, pero tenemos que aguantar —dijo Rachel—. ¡Nada de saltar ni de morder!>
El viaje desde la puerta del hotel hasta la habitación del cliente sólo fue de cinco minutos. Pero los que dicen que el tiempo es relativo tienen razón, porque aquellos cinco minutos duraron horas.