10

Yo saqué la aguja más corta, así que tuve que meter los dedos en el bote y tocar la libélula.

Parecía tener tres partes: alas de helicóptero, ojos gigantescos y una cola azul verdosa ridículamente larga. En realidad era el abdomen, pero parecía una cola muy tiesa.

Cassie también había traído una pulga, para aquellos que nunca se habían transformado en una. El plan era que yo me convertiría en libélula y los demás en pulga. Excepto Tobías, que nos transportaría volando hasta cerca de la urbanización.

Claro, que aquello era muy fácil de decir.

—Esto no es posible —dijo David—. ¿Una pulga? ¡Pero mirad lo grandes que somos! ¡Si la pulga es como… como un grano de arena!

<Es posible —afirmó Ax—. La masa extra sufre una elongación en el espacio cero. Nuestras propias mentes y cerebros son arrastradas al espacio cero y mantienen contacto con la forma mediante…>

—¿Pero de qué habla? —preguntó David.

Rachel se encogió de hombros.

—No tenemos ni idea. Pero tiene razón: funciona. Así que cálmate.

—¡Me voy a convertir en pulga y me dices que me calme! ¡En pulga!

Nos fue mirando uno a uno, tal vez convencido de que todo aquello era una broma.

—Estoy listo —dije. Respiré hondo y comencé a transformarme.

Todas las metamorfosis son diferentes, y ninguna es muy lógica. No es que todo cambie a la vez. Si, por ejemplo, uno se transforma en un diminuto insecto, la cosa no empieza con diminutas patas de insecto. Eso ya sería bastante asqueroso. Pero en realidad es muchísimo peor.

Veréis, supongamos que uno se transforma en hormiga. Pues bien, quizá lo primero que aparecen son unas gigantescas patas de hormiga que de pronto empiezan a encoger. O imaginad que uno se transforma en elefante, y la cosa empieza con una trompa de un metro de largo.

Pero las metamorfosis no sólo son ilógicas y extrañas. Son muy distintas de una persona a otra. Y pueden ser más raras unas veces que otras.

Yo me he transformado muchas, muchísimas veces. Pero aunque me transformara un millón de veces más, nunca me acostumbraría.

En fin, el caso es que me concentré en la libélula con bastante miedo, la verdad. Cerré los ojos y empecé a cambiar. De pronto, tenía los ojos abiertos otra vez. Sólo que no los había abierto yo, lo que pasaba es que ya no tenía párpados. Y mis ojos…

—¡Aaagh! —exclamó Cassie muerta de asco—. ¡Aaagh!

—Jo, preferiría no haber visto eso —la apoyó Rachel.

—¡Esto sí que es asqueroso! —dijo Marco—. ¡Pero asqueroso de verdad!

Lo primero que había cambiado eran mis ojos. Así que me había quedado allí de pie, con mi cuerpo totalmente normal, sólo que toda mi cabeza, toda menos la boca, estaba cubierta por dos monstruosos ojos de insecto, saltones e iridiscentes.

—¡Aaaaahh! —comenté con calma.

—¡Se acabó! ¡Yo me largo! —soltó David. Pero no se movió.

El mundo que yo veía era una llamarada de colores sobrecogedores. Los colores normales parecían mezclarse con púrpuras extraños e intensos rojos. No veía nada con claridad, ni formas ni perfiles.

—¡Lo veo todo borroso! —grité.

—Todavía tienes un cerebro humano —dijo Cassie—. Necesitas el córtex visual de la libélula para interpretar lo que reciben tus ojos.

Yo notaba cómo me iba encogiendo, pero sólo podía ver aquella alucinación de colores en torno a mí. Supongo que el «córtex visual» de la libélula, o lo que fuera, creció entonces, porque de pronto lo que veía comenzó a cobrar forma. Bueno, por lo menos toda la forma que puede tener la visión de un insecto.

Muchos insectos tienen ojos compuestos, lo cual significa que en lugar de ver una imagen grande y clara como hace el ojo humano rompen el mundo en miles de imágenes separadas. Es como mirar una pared llena de miles de televisores, cada uno girado en un ángulo ligeramente distinto, es un mosaico. Se puede ver como una única gran imagen, aunque cuesta trabajo «humanizar» esa imagen.

Pero aquello no era simplemente visión de insecto. Aquello era supervisión de insecto. Megavisión de insecto. No era como mirar una pared de televisores, sino como estar dentro de una cúpula con diminutos televisores enfrente, a los lados, por encima, por debajo… Y yo no tenía que volverme para ver en todas direcciones, sino que lo veía todo a la vez.

Arriba, abajo, a la derecha, a la izquierda, adelante, atrás… Todo a la vez.

De modo que vi a la perfección cómo mis piernas se convertían en afiladas lanzas. Y vi estupendamente cómo otro par de patas me salían del pecho como gusanos hiperactivos saliendo de una manzana.

No me perdí ni un solo segundo del espectáculo. Mis hombros se volvieron verdes y salientes, como si llevara hombreras de rugby. Mi trasero se puso a crecer, a crecer, a crecer.

Vi por encima de mis hombros verdes cómo dos pares de alas, traslúcidas y venosas como una hoja, crecían a cada lado.

No había dejado de encoger todo el rato, pero ahora me di cuenta de una cosa interesante. Cuando uno se encoge al tamaño de una mosca, ya no ve nada que esté a más de un metro o así. Pero con los ojos de libélula veía a Cassie claramente, alzándose sobre mí como un gran rascacielos. ¡Podía ver su cara desde el suelo! Claro que era de color púrpura, y sus ojos brillaban bastante como si fueran radiactivos, pero seguía siendo Cassie.

De pronto dejé de encoger y miré a mi alrededor. Cosa que podía hacer sin mirar alrededor, no sé si me entendéis. La metamorfosis había terminado.

Esperé pacientemente a sentir los instintos de la libélula. Esperé un poco más… Advertí que un diminuto escarabajo pasaba junto a mi lado. Esperé… Noté que las hojas caídas parecían mantas almidonadas… Esperé…

¡Un movimiento en el aire!

¡UN MOSQUITO!

Ni siquiera recuerdo haber despegado. Todo fue tan rápido que no me di ni cuenta. Mi visión de libélula había captado una cosa que zumbaba y revoloteaba en mis millones de diminutos televisores, y en una fracción de segundo me elevé por los aires. Pasé de cero a cincuenta kilómetros por hora en un abrir y cerrar de ojos, humanos, claro.

El mosquito ni me vio llegar. No pudo hacer nada. No tenía la más mínima posibilidad. Le faltaba velocidad. Le faltaba agilidad. Revoloteaba sin rumbo, tontamente, y yo me lancé sobre él como un tiburón hambriento sobre un niño en una bañera.

Abrí mis poderosas mandíbulas y mi delgada cabeza golpeó al mosquito a toda velocidad. Mi boca se cerró sobre una maraña de patas. El mosquito se debatió un poco, todavía intentando volar.

Todo pasó en un instante. Menos de cinco segundos desde que despegué hasta que me tragué medio mosquito.

Eso fue lo que tardé en recuperar el control. En ese momento, me di cuenta de que tenía restos de mosquito saliéndome de la boca.

Y por desgracia, tenía una visión estupenda de aquellos restos.