7

—¿Has llamado a Marco?

Cassie asintió.

—No puede venir. Su padre ha salido, y cuando vuelva seguro que va a verle a su habitación.

—Supongo que la cuestión es cómo se marchó David. ¿A pie o volando?

—Y la otra cuestión es por qué —señaló Rachel—. ¿Y adónde ha ido? Y ya que estamos en ello, ¿no se da cuenta de que me impide dormir con sus tonterías?

—A ver. Vosotras dos tenéis formas de búho. Que alguna vaya a buscar a Ax y Tobías. Yo me transformaré en lobo, a ver si logro olfatear el rastro de David. No, un momento. Podría verme alguien. Más vale que sea Homer.

Homer es mi perro.

—Yo voy a por Tobías y Ax —se ofreció Rachel.

Había empezado a transformarme. Ya sentía el largo pelaje en las manos, los brazos y el pecho.

—Oye, Jake… —advirtió Cassie—, no deberías convertirte en perro aquí dentro. Ya sabes cómo se ponen los perros con otros animales.

—Ah, sí.

Sonreí con lo que quedaba de mi boca humana. Ya me había transformado en Homer varias veces, y no era que sus instintos de perro fueran muy dominantes ni nada de eso, pero tenía un arma secreta que escapaba a mi control: Homer era feliz. Pero feliz de verdad. Y un perro rodeado de roedores, mofetas, mapaches, era todo lo feliz que una criatura puede ser.

Es muy difícil resistirse a la felicidad.

Así que abrí la puerta del granero y salí cojeando, porque mis piernas se doblaban y encogían, y mis pies ya eran más bien patas. Cassie me siguió.

La luna todavía no había salido y las nubes ocultaban las estrellas. Era una noche negra del todo. La única claridad provenía del débil resplandor de una casa lejana, y de una luz que alguien había dejado encendida en casa de Cassie.

Terminé de transformarme en Homer. Noté que me salía morro, que mis dientes se multiplicaban y crecían en mi boca, que mis orejas se alargaban. Mis piernas se doblaron hasta que caí a cuatro patas. Mi cola se movía, y sentí aquella descarga de estúpida felicidad perruna.

¿Por qué me había preocupado tanto? Era de noche, yo era libre, oía claramente a algunos animales que correteaban entre los matorrales, no tenía mucha hambre. ¡La vida era maravillosa!

Miré expectante a Cassie. ¿Querría jugar? Me agaché delante de ella, haciendo la señal con la que un perro invita a jugar.

Por suerte Cassie tuvo la sensatez de declinar la oferta.

—No, gracias —dijo—. Me parece que no hemos venido a jugar.

¿Ah, no?

Era verdad. No.

¿Pero qué era aquel olor? Era… ¡Sí! ¡Caca de perro! No la mía, pero desde luego era caca de perro.

¿Dónde? Olfateé. Sí, por allí. Me acerqué al origen del olor. Hhmmm. No era fresca. Tenía por lo menos un par de días.

Aquello no significaba que no valiera la pena, aunque la caca de perro fresca es muchísimo más interesante. De todas formas la caca de perro vieja es un poco más interesante que la caca de gato. Porque, admitámoslo, a nadie le interesa la caca de gato.

—Tenemos que concentrarnos, Jake —dijo Cassie, intentando mostrarse firme.

<¿Qué? Ah, sí. Es que estaba… bueno, investigando.>

—Ya. Necesitamos tu olfato, pero no para eso.

<Vale, vale. Vamos al trabajo.> Me concentré en la labor. O por lo menos lo intenté. Quiero decir que fingí ponerme serio, por Cassie, pero, venga ya, ¿por qué tanta preocupación?

¡La vida era una fiesta!

—A propósito, quería decirte que tengo una idea para entrar en la urbanización. Es una metamorfosis que…

<Un momento. ¿Tu idea me hará sentir mejor o me pondrá todos los pelos de punta?>

Cassie se echó a reír.

—Ya hablaremos más tarde. Toma —me tendió una camiseta—. Es la que llevaba ayer David.

Yo la husmeé una vez. No necesitaba más, porque en ese momento supe con certeza que David se había marchado del granero andando. Era como si hubiera dejado su rastro marcado con conos fosforescentes.

No era tan divertido como correr detrás de un palo, pero por lo menos era una especie de juego. Y además Cassie me gustaba. Si hubiera tenido un palo…