<¡Allá vamos! ¡Hacia el azul del cielo, volando hacia el sol!>, cantó Marco.
<Marco, ¿qué cantas?>, preguntó Rachel.
<Lo que cantaban unos pilotos de guerra en una película de las viejas que vi en la tele. ¡Allá vamos! ¡Hacia el azul del cielo, volando hacia el sol!>
<¡Marco! ¿Por qué sigues cantando cuando es evidente que quiero que te calles?>
<¡Allá vamos…! ¡Eh! ¡Ah! ¡Pizza! Ese tipo allí abajo en la playa, el de la toalla azul. ¡Tiene una pizza enorme!>, exclamó.
<¿Se la va a comer él solo? —preguntó David ansioso—. ¡No va a poder con una cosa tan grande!>
Muchas especies tienen instintos muy fuertes, y hay que aprender a dominarlos. Por ejemplo, la obediencia de autómata de las hormigas, o el hambre demencial y voraz de la musaraña. En el caso de las gaviotas, los instintos no eran exactamente peligrosos para nosotros, pero eran muy difíciles de dominar.
Las gaviotas son aves de rapiña, lo cual significa que tienen un talento asombroso para captar cualquier cosa que parezca remotamente comestible. Volábamos y planeábamos sobre la orilla de la playa, como cualquier gaviota. Delante de nosotros se veía la línea de árboles y el muro de estuco que señalaba el límite de la urbanización.
Nosotros no éramos las únicas gaviotas en la vecindad, ni mucho menos. Otras diecisiete gaviotas habían visto la pizza, y no hacían más que dar vueltas y planear:
—¡Aaaar! ¡Aaaaaar! ¡Aaaaar! —gritaban.
El tipo de la pizza se estaba poniendo nervioso.
<Seguid volando>, ordené, aunque yo también tuve que combatir el extraño impulso de arrojarme sobre el queso. Es que era verdad. ¿Una pizza tan grande para uno solo? No sé por qué no podía tirar al suelo un par de trozos para que nosotros…
Pero el asunto no iba de pizza.
<¡Patatas fritas!>, gritó Rachel.
<Mirad, chicos —comencé yo—, estamos a punto de…>
<¡Mi madre! ¡Pollo frito! —exclamó Marco—. Eh, Tobías, si una gaviota come pollo, ¿es eso canibalismo o algo así?>
<Depende. ¿Pollo normal o extra crujiente?>
Por fin nos acercábamos al muro de estuco. Los ojos de gaviota no son tan penetrantes como los de las aves de presa, pero ven bastante bien. Divisé a un hombre de traje oscuro a la sombra de una hilera de árboles. Llevaba gafas de sol y estaba hablando por radio, mirando en nuestra dirección, hacia la playa, con expresión concentrada y seria.
<Desde luego no podía ser un agente del servicio secreto más típico —comentó Rachel con una risa—. Y unos tres metros más allá hay otro, junto al muro.>
<Sí, muy típicos —replicó David—, pero no son los únicos agentes de seguridad. Seguro que hay muchos más tumbados en la playa. Con un asunto como éste, la mitad de los bañistas deben de ser agentes.>
<Claro, y tú eres experto en esto porque tu padre es un espía>, dijo Marco con notable desdén.
<Sí, mi padre trabaja para la Agencia de Seguridad Nacional>, afirmó David.
<¿Ah, sí? Pues ahora está con la Agencia de Seguridad Yeerk>, murmuró Marco.
<¡Calla, Marco! —exclamé—. Ahora sí que te has pasado.>
Mientras tanto íbamos acortando distancias, como quien no quiere la cosa, entre nosotros y el muro.
<Sí, tienes razón —accedió Marco por fin—. Me he pasado un poco. Lo siento.>
David no dijo nada. No se le podía reprochar. Por lo general, Marco sabe dónde está el límite. Tal vez me equivocaba al pensar que su actitud hacia David era totalmente normal. Tal vez algo no iba bien.
No volamos sobre el muro todos juntos en formación, sino uno a uno, desde varios puntos. Los tipos de seguridad se mostraron indiferentes. No era de extrañar, porque había gaviotas por todas partes. De hecho, con sólo mirar, era imposible saber cuál era uno de nosotros y cuál no.
<Esto es facilísimo —comentó David—. ¿Para qué tanto jaleo?>
<Mientras nos limitemos a revolotear por aquí no habrá problema —convine—. Pero tenemos que entrar en algunos de los edificios. Quizás en todos ellos.>
<La cuestión es: ¿por dónde empezamos?>, quiso saber Ax.
En la urbanización había más de diez edificios. El bloque principal era un hotel moderno en forma de L con muchos pisos. A uno de los lados tenía adosado un edificio más bajo, de sólo dos pisos. Debía de ser un salón de baile o algo así.
En la parte interior de la L había una piscina con un bar y una zona de vestuarios, y más abajo junto a la orilla se veían varios bungalós separados entre sí por setos y árboles. Todo el terreno estaba cubierto de césped muy cuidado, y de árboles y matorrales plantados ordenadamente. Detrás del hotel principal comenzaba una pista de golf de nueve hoyos.
Desde el aire podíamos ver sin problemas los dos helicópteros presidenciales posados sobre la hierba de la zona de aterrizaje. Varios marines de uniforme hacían guardia junto a ellos.
<Bien, no cabe duda de que han desplegado todo un sistema de seguridad —comentó Marco—. Hay hombres en el tejado, en los matorrales, en coches, en la pista de golf fingiendo jugar. Esto parece Men in Black 2. Todos van vestidos igual.>
En ese momento vi algo que me animó un poco.
<¡Mirad! ¡Perros!>
Debajo de mí un pastor alemán caminaba con otro «hombre de negro». El perro iba olfateando los arbustos, buscando bombas o quizás algún sitio para hacer pis.
<Podríamos convertirnos en pastores alemanes y mezclarnos con los otros perros>, propuse, aunque mientras lo decía me di cuenta de que seguramente no era un buen plan.
Un camión estaba descargando comida en la parte trasera del hotel. Otros cuatro hombres vestidos de negro inspeccionaban las cajas a medida que iban saliendo.
Todos los tipos de seguridad llevaban auriculares, como la gente a la que entrevistan en televisión, y parecían hablar todo el rato a sus mangas. Tenían micrófonos escondidos en ellas.
<Tengo una idea. Vamos a dejarlo —sugirió Marco—. Esto ya sería deprimente incluso si no supiéramos que algunos de esos tipos son controladores.>
Yo casi estaba de acuerdo con él.
<Todo el lugar está vigilado, hasta el último milímetro —dije—. No podemos transformarnos en ninguna parte. Tenemos que entrar si queremos averiguar algo, pero eso supone transformarnos en insectos. Y el problema es que tendríamos que hacerlo bastante lejos de la urbanización y recorrer un largo camino en forma de araña, cucaracha o mosca, y ninguno de esos bichos ve lo suficiente para viajar distancias largas sin perderse.>
<O sin que se lo coman>, añadió Rachel con tono ominoso.
<Podríais transformaros en pulgas y subiros a alguien que vaya a entrar a la urbanización>, sugirió Tobías.
<Pero las pulgas no ven ni torta, y tampoco oyen mucho que digamos —recordó Cassie—. Aunque lográramos entrar, no averiguaríamos nada. ¿Y cómo íbamos a salir otra vez?>
<¿No podemos hacer nada?>, preguntó Marco incrédulo.
Yo suspiré.
<Tal vez. Pero no puede ser. Sea cual fuere el riesgo, tenemos que entrar y… ¡AAAAHH!>
Fue un dolor súbito, salido de la nada, un dolor tan espantoso que parecía estar friendo mis células de mi cuerpo.
<¡Jake! ¿Qué ha pasado?>, preguntó Cassie alarmada.
<¡AAAAAAAHH!>, gritó Ax.
<¿Pero qué pasa?>, exclamó David.
El dolor había desaparecido, pero yo todavía no me había recuperado. Miré hacia abajo, a mi alrededor, por todas partes. ¿Cuál había sido la causa…?
A unos quince metros abajo, en el suelo, había un hombre de seguridad. Era como todos los otros. Tenía una pequeña calva en la cabeza; son cosas que notas cuando vas volando. También llevaba gafas de sol, como los demás.
Pero, a diferencia de los demás, éste observaba las aves del cielo.