25

Nos aferramos a las patas de Tobías, trepando por sus plumas más bajas para que él pudiera utilizar sus garras. Y salimos volando.

El caos era espantoso. Los controladores humanos perseguían a la nave helmacron, intentando agarrar la caja azul. Los helmacrones disparaban con su rayo, encogiendo a todo el mundo que se acercara.

Pero no hicieron caso a Tobías. Tobías no representaba ninguna amenaza. O eso creían ellos.

<¡Creo que puedo conseguirlo!>, exclamó Tobías, viendo que la nave se dirigía hacia nosotros.

Los helmacrones dispararon y se detuvieron un momento para apuntar de nuevo.

En aquel instante de vacilación, Tobías cayó en picado como una piedra. Bueno, por lo menos como un grano de arena bastante gordo.

Aterrizó sobre la nave helmacron. La superficie estaba llena de tubos, sensores, instrumentos y varias cosas más, de modo que no le costó trabajo aferrarse a ella con las garras.

La nave salió disparada un segundo más tarde, zigzagueando como loca entre un bosque de manos que intentaban atraparla.

<¡Contemplad los patéticos esfuerzos de los usurpadores yeerks! ¡Se creían que serían los amos de la galaxia! ¡Ja! ¡Somos nosotros, los helmacrones, los que gobernaremos todo!>

Y lo cierto es que los esfuerzos de los yeerks eran penosos. Nadie iba a disparar mientras los helmacrones tuvieran la caja azul. Todo el mundo estaba pendiente sólo de la caja y de nada más.

<Muy bien, ¿y ahora qué?>, me preguntó Tobías.

<Ahora nos transformamos. Tú conviértete en humano. Tu forma humana debería estar en proporción con tu tamaño de halcón. O sea, que como humano deberías medir algo más de medio centímetro. Eso es mucho peso extra para esta nave, que ya está cargada con la caja azul.>

<Eso reducirá su velocidad —comentó Marco—. Pero no creo que los detenga. De todas formas, incluso si conseguimos detener la nave, los yeerks se apropiarán de la caja azul.>

<No creo que el peso de Tobías detenga la nave —admití—. Pero el mío sí. ¡A ver cómo vuelan con una ballena encima!>

<Oye, Cassie… —insitió Marco—. ¿Cómo vas a detener una nave convertida en una ballena de diez centímetros?>

<Me voy a meter entre los motores.>

<Vamos a intentarlo>, propuso Tobías, ya transformándose en humano.

Las metamorfosis son siempre aterradoras y pertubadoras, pero aquello era una nueva experiencia. ¡Me encontraba sobre alguien que se estaba transformando! Me aferré con mis pequeñas patas de mofeta a las plumas de Tobías, que ya estaban desapareciendo.

Por fin me solté y aterricé sobre sus garras, que en ese momento crecían y se hacían más tersas. Seguía allí cuando comenzaron a aparecer los dedos de los pies. Era como estar en medio de un terremoto.

Tobías se alzaba cada vez más alto, agarrándose a la nave con las manos a medio formar.

Marco y yo nos transformamos también. Debíamos de ser todo un espectáculo, si alguien se hubiera molestado en mirar.

Un halcón casi invisible convirtiéndose en un chico más pequeño que un soldado de juguete, mientras que de sus piernas surgían dos humanos todavía más diminutos.

La nave helmacron seguía dando bandazos, pero conseguimos seguir aferrados a ella. Al tener una masa tan pequeña, nuestros músculos eran más fuertes.

Tobías, con nosotros dos a la espalda, se arrastró sobre la cubierta hacia los motores. Mientras tanto, por supuesto, los helmacron seguían con sus brabuconadas.

<¡Lograremos la mayor victoria que ha visto el universo desde el origen de los tiempos, y los usurpadores yeerks, humanos y andalitas se postrarán ante nosotros! ¡Yeerks, humanos y andalitas competirán por ver qué raza se humilla más!>

Por fin llegamos a los motores. Estaban calientes, pero no quemaban. Tobías nos ayudó a bajar de su espalda. Marco y yo le miramos y movimos la cabeza.

—Desde luego hemos conseguido por fin la monstruosidad más espantosa —comentó Marco—. Somos del tamaño de granos, junto a un pájaro convertido en chico que se nos antoja enorme porque mide unos cinco milímetros, volando todos en una nave de juguete que esperamos abatir, porque Cassie se va a convertir en una ballena del tamaño de un ratoncillo, para poder derrotar a una raza de lunáticos con el cerebro del tamaño de una bacteria. Creo que nos hemos merecido el Oscar a la Locura Absoluta. Ya nos podemos ir todos a casa. Somos los reyes del Mundo Lunático.

Tobías me ayudó a colocarme con su brazo enorme, que debía de ser del tamaño de un espagueti, o quizá no tan grande. Marco tenía razón: no cabía imaginar una situación más demencial.

—Muy bien —dije—. Tobías, tú sujétame hasta que esté colocada entre los motores.

Entonces me transformé. Era la forma más grande que ninguno de nosotros había asumido: la ballena jorobada.

Una ballena auténtica mide unos quince metros de longitud, es decir, unas doce veces mi altura, más o menos. Mi tamaño base era de un milímetro y medio. Doce veces por uno y medio es menos de dos centímetros.

Pero también había que tener en cuenta el peso. Porque en el mundo real, una ballena pesa unas sesenta toneladas.

De modo que a medida que yo iba creciendo, la nave helmacron comenzó a sentir mi peso.

Yo me notaba enorme, a pesar de que no era más grande que un pececillo. Me sentía bastante incómoda, allí empotrada entre los motores, pero por lo menos no me caería.

De pronto, una escotilla se abrió en la cubierta de la nave y aparecieron un par de ojos helmacron, y luego otro par. Los helmacrones salieron al exterior.

<¡Dejad lo que estáis haciendo y aceptad vuestro destino como esclavos para siempre!>

<No —dije—. Voy a seguir transformándome y haciéndome más grande hasta arrastrar esta nave al suelo.>

<¡Somos los helmacrones! ¡Somos los líderes de la galaxia! ¡Todo el que se oponga a nosotros será aniquilado!>

—¡Callaos de una vez! —les espetó Marco.

Los dos helmacrones se lo quedaron mirando pasmados.

—Callaos. ¡Callad! ¡No sois los líderes de nada! ¡Pero si sois como ácaros! ¡Como pulgas! ¡No podríais ni siquiera en un mano a mano con un gusano! Lo cual es bien triste, porque los gusanos no tienen manos.

Tobías alzó en el aire a los dos helmacrones, que agitaban las patas como locos.

<¡Arrodillaos y suplicad por vuestras vidas, abyectos, insignificantes especímenes de una raza inferior!>, chillaban los helmacrones.

—Cassie, sigue transformándote —me dijo Marco.

Yo me hice todavía más grande. La nave helmacron seguía dando bandazos igual que antes, pero cada vez más despacio. Además, debía estar perdiendo altitud, porque el bosque de manos estaba muy cerca.

Dedos enormes como columnas griegas surcaban el aire. Caras de pesadilla, del tamaño de los Grandes Lagos, nos rodeaban.

El rayo verde seguía disparando, pero la nave aminoraba la velocidad.

—¡Rendíos, idiotas! —gritó Marco furioso—. Rendíos de una vez y Cassie dejará de crecer. ¡Rendíos para poder escapar!

<Somos los helmacrones. ¡Jamás nos rendimos! ¡Todas las criaturas existen sólo para servirnos! Seremos los… >

Y en ese momento una mano gigantesca golpeó el costado de la nave.