22

Un viento huracanado, tan caliente que casi nos quema las alas, nos arrojó por los aires. Chocamos el uno con el otro e instintivamente nos agarramos. Habíamos salido disparados como meteoros, dando vueltas sin control.

El fuego estallaba por todas partes, entre un terrible estruendo. Estábamos en un tornado que se movía con extraña lentitud y una fuerza irresistible.

Debimos quedar inconscientes, porque cuando volví a oír la telepatía de Marco, me pareció que había pasado mucho tiempo.

<¡Era un rayo dragón! —dijo—. Los yeerks han debido de alcanzar la nave.>

<Estábamos en medio del tráfico>, contesté, todavía aferrada a Marco como si aquel horroroso cuerpo de mosca fuera una tabla de salvación.

<Yo creo que el viento está amainando. Hace menos calor>, dijo Marco.

Pero seguimos agarrados el uno al otro hasta que, poco a poco, el viento dejó de soplar y aquel calor de horno disminuyó.

Por fin nos separamos. ¿Seguiríamos en la nave? ¿Seguía existiendo la nave? No había forma de saberlo. Podíamos estar en cualquier parte, a dos centímetros sobre el suelo o a miles de kilómetros de altura. Podíamos estar junto a una persona o ser las últimas criaturas vivas del universo.

<Tenemos que transformarnos>, dije.

<¿Quién sabe dónde estamos? Quizá nos encontramos en medio de la carretera y un camión está a punto de atropellarnos.>

Yo miré a mi alrededor, pero los ojos de mosca no ven a lo lejos. Las moscas no tienen ninguna necesidad de ver de lejos. Probé con el sentido del olfato, pero lo tenía como desconectado. Las moléculas olfativas, que, en condiciones normales, habría percibido eran probablemente demasiado grandes para mí.

<Si nos transformamos poco a poco iremos cayendo al suelo a medida que ganemos peso>, sugerí.

<A menos que el camión nos atropelle.>

<Yo voy primero.>

<Ahora no te hagas la heroína —replicó Marco, echándose a reír—. Si nos van a atropellar, que nos atropellen juntos.>

Me concentré, intentando dominar el miedo y el impulso de hacerme lo más grande posible rápidamente. Enseguida comenzaron los cambios. Me iba agrandando y ya podía sentir mejor la dirección de la fuerza de gravedad. Pero incluso con las alas inmovilizadas, resistiéndome al impulso de volar, seguía flotando en el aire.

Me transformé un poco más. Ya era muchas veces más grande que la mosca, aunque no había recuperado mi tamaño de milímetro y medio.

Pero estaba cayendo. Sentía la gravedad. Sabía dónde era arriba y dónde abajo. Caía, pero muy despacio. El aire todavía me hacía flotar, como la más maravillosa corriente térmica.

Sin embargo mis ojos humanos comenzaban a sustituir a mis ojos de mosca. Marco, igual que yo, era una espantosa mezcla entre mosca y humano, medio cayendo medio flotando en la brisa.

Entonces, muy por debajo de nosotros, vi por fin el suelo. O por lo menos lo que parecía el suelo.

Me sentí como un paracaidista en caída libre, cayendo, cayendo. Sólo que en lugar de un paisaje de campos y carreteras, veía lo que parecía un nido de serpientes gigantescas a lo lejos.

<Menuda pinta tiene eso>, masculló Marco.

La brisa nos llevaba por encima de las serpientes hacia una zona más abierta. Era una interminable planicie rosada, curvada hacia el horizonte.

Me transformé un poco más. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Empecé a caer más deprisa. Las serpientes se hicieron un poco más pequeñas, aunque seguían siendo monstruosas. Pero más que serpientes parecían enormes palmeras. Sus troncos eran ásperos y oscilaban, y en la copa se dividían en dos o tres partes y se tornaban más toscos.

<¡Dios mío, son pelos! —exclamé—. Estamos aterrizando en la cabeza de alguien.>

<O en el sobaco>, replicó Marco.

Por fin caímos sobre lo que parecía un bosque, al borde de una interminable planicie. Atravesamos la jungla de pelos, hacia el cuero cabelludo. Al llegar abajo todo se hizo más oscuro.

No estábamos solos.

No es que hubiera ojos que nos mirasen desde la oscuridad, como en las selvas de los dibujos animados. No, aquellas criaturas no tenían ojos. Se aferraban a la base de los pelos gigantes y casi parecían estar esperándonos mientras caíamos.

Eran unas bestias espantosas, torpes, de ocho patas. Las había a centenares. Estaban por todas partes, en la base de los pelos. En el mundo normal, eran demasiado pequeñas para ser vistas, pero para nosotros eran tan grandes como perros.

<Son ácaros —dije, con tanto asco que tuve que contener las náuseas—. Todo el mundo los tiene.>

<¡Vamos a hacernos grandes, ahora mismo!>

Terminamos de transformarnos a toda velocidad hasta recuperar nuestro tamaño de milímetro y medio. Justo cuando aterrizábamos entre un par de ácaros.

Ya éramos bastante más grandes, y los ácaros eran como ratas. Además, no eran conscientes de nuestra presencia, no estaban interesados en nosotros. De todas formas aquellas criaturas me daban un miedo espantoso.

Una vez convertidos en personas, echamos a correr con todas nuestras fuerzas hacia la planicie.

<Gracias a Dios todavía no se ha encontrado la cura para la calvicie>, comentó Marco, mientras salíamos jadeando al espacio abierto.

Éramos humanos: podíamos ver y oír de nuevo, pero lo que oímos no nos tranquilizó nada.

<Una nave helmacron —decía Visser Tres—. Es una monada… bueno, lo que queda de ella. ¡Ja ja ja!>

Entonces una voz humana vibró en el cuero cabelludo, resonando con estruendo.

—¡Felicidades por haberlos derrotado, Visser!

<¡Bah! Derrotar a los helmacrones no es un gran honor precisamente, Chapman.>

Marco y yo nos miramos.

—¿Chapman? —dijimos los dos a la vez.

Estábamos en la cabeza de Chapman, el subdirector del colegio.

<¡Vaya, ahí estáis!>, exclamó una voz telepática.

Yo pegué un brinco de espanto, con el corazón en la garganta, hasta que reconocí aquella «voz».

<Os he estado buscando por todas partes>, dijo Tobías tranquilamente, mientras bajaba sobre nosotros.