21

Estábamos cada vez más cerca del suelo. Igual que el polvo se había convertido en rocas la primera vez que encogimos, esta vez el terso suelo de metal se transformaba en una abrupta planicie de extraños perfiles, con elevados picos y moles con forma de coliflor.

Yo lo veía todo con los ojos de una mosca. Era como un centenar de televisiones, cada uno mostrando la misma escena desde ángulos ligeramente distintos.

Los colores eran muy raros. Siempre pasa cuando te conviertes en mosca. Pero estaba viendo cosas que ni siquiera las moscas ven.

Una enorme mano helmacron bajó sobre mí. Pero mientras la mano se acercaba yo iba encogiendo cada vez más deprisa. Para cuando la mano estuvo casi sobre mí, yo ya no veía piel.

¡Estaba viendo células!

<¡Aaaaaah!>, grité.

<¡Madre mía! —exclamó Marco—. ¡Clase de biología!>

La pared de células parecía moverse a cámara lenta, cada vez más despacio. A medida que nos hacíamos pequeños, nos tornábamos también más rápidos y más fuertes. Igual que nos había pasado cuando encogimos la primera vez.

La mano helmacron parecía moverse muy despacio, como a través de gelatina. Las células del dedo eran como ladrillos irregulares de una pared. Lo único era que esos ladrillos ocupaban muchísimo más espacio que nosotros.

Algunos eran más claros, más traslúcidos que otros, bajo aquella extraña luz. De hecho algunos eran transparentes, como bolsas de basura de plástico llenas de gelatina rosada. Suspendidas en esa gelatina, como en un cóctel de frutas, se veían todas las estructuras celulares: un núcleo grande, ligeramente más oscuro que el protoplasma, las mitocondrias, los vacuolos…

<Vaya, así que eso es el ribosoma —comentó Marco—. Son de distintos colores, como en los libros.>

<¿Quién sabe de qué color son las cosas, con estos ojos y esta luz?>

Éramos las moscas más pequeñas imaginables. Éramos más pequeñas que una célula de la piel. Poco a poco la pared de células retrocedió.

<Bueno, no pueden atraparnos —dijo Marco—. ¿Pero qué hacemos ahora?>

<¿Escapar?>, propuse dudosa.

<Si volamos durante unas cuantas semanas probablemente avancemos unos cinco milímetros.>

Tenía razón. Tal vez.

<Por otra parte, esta nave puede chocar contra una pared de ladrillos y nosotros ni nos enteraríamos.>

<Todavía tenemos el límite de dos horas en esta forma. ¡Y de ninguna manera pienso quedarme atrapado en ella!>

<¡Oye! ¡Podríamos hacer que nos llevaran! Agarra ese dedo helmacron.>

Batimos las alas y despegamos. No sé a qué distancia real estaba el dedo, pero a nosotros nos parecía bastante cerca. Volamos a velocidad de vértigo y alcanzamos la pared de células. Mis patas de mosca se agarraron a ella con facilidad y entonces, poco a poco, la pared de células se alejó del suelo.

Pero, con la membrana celular justo bajo mis patas, advertí algo muy perturbador.

<Está… está vibrando. El suelo vibra, bueno, la pared de la célula.>

<Sí. Y no quieras saber por qué.>

<¿Por qué?>

<Creo que lo que estamos viendo son moléculas individuales. Bueno, no es que las veamos de verdad, sino que más bien parecen pantallas de televisión vistas muy de cerca. Pero todos esos puntitos que vibran, creo que son moléculas.>

Me dio un asco tremendo. Era fascinante, alucinante, sí, pero también asqueroso.

<Sí que somos pequeños.>

<Desde luego.>

<Y ése no es el único problema. La célula en la que nos encontramos está a punto de dividirse.>

A través de la superficie de la célula se veía el núcleo, que en ese momento se estaba partiendo en dos.

<¡Mira! ¡El cielo!>

Por encima de nosotros, se acercaba muy despacio una nueva pared de células, que bajaba en ángulo. Pero una línea de oscuridad recorría el paisaje.

<Quizás estemos cabeza abajo —dije, intentando explicarme la dirección de la luz—. Creo… creo que la superficie que tenemos encima está en realidad debajo de nosotros.>

<Vámonos de este dedo.>

<¿Por qué?>

<Porque nunca se sabe dónde va a meter una persona el dedo, ya sea humana o helmacron.>

Tardé un instante en pensar aquello, y me estremecí.

<Gracias por decírmelo, Marco. Vamos a intentar llegar a esa superficie de ahí arriba. O de ahí abajo.>

Abrí las alas, y a pesar de mi diminuto tamaño, salí volando como un cohete. Las moscas son expertas en acrobacia, pero es que además nos movíamos con una velocidad pasmosa.

Tal vez era todo una ilusión, ¿quién sabe? A esa escala nada tenía sentido. Pero era como si alguien me hubiera atado unos cohetes al tórax.

Salimos disparados por los aires hacia arriba, abajo, de costado o cualquiera que fuera aquella dirección.

Por fin aterrizamos en otra superficie. Se parecía mucho a la del dedo, pero esperábamos que ésta fuera un poco más segura.

Miramos a nuestro alrededor. Aquello parecía una interminable planicie. Aunque se veía un globo verde, a una altura imposible, del tamaño de una luna. No podíamos calcular su tamaño, porque se extendía en todas direcciones. Lo que sí notábamos es que la áspera superficie, hecha de células de extravagantes colores, era esférica.

<Es un ojo —dijo Marco—. Creo que estamos en la cabeza de un helmacron. Y esto es un ojo.>

De pronto el ojo se tornó de brillante color rojo. Algunas de las facetas individuales se cerraron rápidamente como respuesta.

Una ola de calor barrió la gran planicie de la cabeza del helmacron, y al otro lado de la cabeza plana surgió una cosa horrible que ningún ojo humano llegará nunca a ver, al menos con tanto detalle.

Creo que los dos supimos de inmediato lo que era, pero nuestra mente se negaba a creerlo.

La llamarada había sido la luz de un rayo dragón. Luz es luz, claro, y es igualmente rápida sea cual sea tu tamaño. Pero cuando la ola de energía se extiende por el cuerpo alcanzado por un rayo dragón, la reacción fisiológica de las células que estallan ocurre más despacio.

Ax nos explicó una vez que esto era propio de la tecnología yeerk. El arma andalita, en la que los yeerks se basaron para desarrollar el rayo dragón, mata al instante y sin dolor.

El rayo dragón, sin embargo, fue modificado especialmente para destruir más despacio. Los yeerks quieren que sus enemigos sientan la agonía del estallido de sus células.

Nosotros, que estábamos sobre células cuyas moléculas vibraban bajo nuestras patas de mosca, veíamos avanzar la línea de destrucción. Las células explotaban como géiseres en miniatura, disparando núcleos, mitocondrias y citoplasma como metralla.

<¡MUÉVETE!>, gritó Marco, sacándome de mi trance.

Y echamos a volar justo cuando las explosiones barrían el suelo bajo nosotros.