El Rompegalaxias viró a la velocidad de la luz. La bala más grande del universo pasó de largo, dejando un breve tornado como estela.
<¡Se atreve a atacarnos! ¡Un ataque sin provocación alguna! ¡Esa bestia maldecirá el día en que nació!>
Marco me miró. Estaba temblando, y yo también.
¡TSIUUU! ¡TSIUUU!
¡BAANG! ¡BAANG!
La limusina daba unos volantazos de espanto, y la navecilla viraba a un lado y otro como loca. Por fin nos elevamos por encima del coche. El controlador humano estaba justamente debajo, apuntándonos con el arma.
¡TSIUUU!
Disparamos y el hombre movió la cabeza, molesto.
¡BAANG!
Otra bala tamaño ballena pasó de largo.
Y todo el rato, claro, los helmacrones seguían lanzando vítores demenciales y gritando «niiip, niiiip», sin dejar de proferir insultos y extravagantes amenazas.
Entonces las cosas empeoraron. La nave pasó al otro lado de la limusina.
—¡No, idiotas! ¡Que vienen coches! —exclamó Marco.
A través de las pantallas, se vio la aterradora imagen de un coche que venía directamente contra nosotros. Era un deportivo, y cada uno de los bruñidos barrotes de la rejilla del radiador podía haber sido el Empire State.
—¡Arriba! —grité.
<¡Arriba! ¡Arriba! ¡Arriba!>, repitieron algunos helmacrones.
<¡Abajo! ¡Abajo! ¡Abajo!>, opinaron otros.
El Rompegalaxias descendió bruscamente. Pero el coche se acercaba a una velocidad increíble. Un parachoques del tamaño de un continente llenó la pantalla.
En el último momento, y por milímetros, nos metimos debajo del vehículo. Las ruedas pasaron de largo. El viento fue como un latigazo que nos mandó disparados por debajo del parachoques trasero.
Teníamos otro coche justo delante. Pero los helmacrones habían decidido que su desacuerdo sobre «arriba» y «abajo» requería ciertas correcciones. Las espadas llamearon de nuevo.
Yo retrocedí contra la pared, arrastrando a Marco, que estaba a la vez horrorizado y fascinado.
—Tenemos que salir de aquí ahora mismo —dije.
—De acuerdo, pero ¿cómo?
—Transformándonos.
—¿Qué nos transformemos? Esta gente ve a través de las metamorfosis. Si nos transformamos en lobos o lo que sea, nos dispararán y en paz.
—Es todo una cuestión de tamaño —repliqué sombría—. No podemos hacernos bastante grandes para combatir con ellos. Pero sí podemos hacernos pequeños.
—Ni hablar.
—No hay más remedio.
—¡No sabemos qué pasará!
—Tendremos que averiguarlo.
Marco se estremeció.
—¿En qué nos transformamos? ¿En pulgas?
—No. Una pulga es muy difícil de dominar. Además, sus sentidos son muy débiles. Yo creo que será mejor convertirnos en moscas. Moscas muy, muy pequeñas.
Marco asintió de mala gana. Teníamos miedo, y era comprensible. Ya nos habíamos transformado en moscas otras veces, pero en esta ocasión seríamos de un tamaño que ninguno de los dos podía imaginar.
El tamaño base era de un milímetro y medio. Al convertirnos en moscas, decreceríamos en proporción.
Empecé a concentrarme mientras los helmacrones estallaban de nuevo en sus lunáticos vítores. Me volví hacia Marco. Estaba encogiendo. Yo también.
De su espalda surgieron unos pelos puntiagudos, en su pecho brotaron un par de patas con un chasquido húmedo. Su boca se retorció y comenzó a abultarse, sobresaliendo cada vez más hasta formar la larga trompetilla de una mosca.
Todavía lo estaba mirando cuando unos ojos saltones, relucientes y facetados aparecieron en su rostro.
Justo entonces, los helmacrones más cercanos advirtieron lo que estaba pasando.
<¡Os arrepentiréis de esto durante toda una eternidad!>, chillaron.
Enseguida nos rodearon, pero ahora los helmacrones eran grandes, torpes, gigantes de movimientos lentos. Intentaron atraparnos y fallaron.
Y nosotros seguíamos encogiendo.