18

<Soy vuestro maestro en el camino de la sumisión.>

Nos habían llevado a una sala pequeña. Bueno, todo era pequeño, claro.

De hecho la sala debía de ser del tamaño de una aspirina. Pero quiero decir que nos parecía pequeña a nosotros.

No había sillas ni otros muebles. Supongo que a los helmacrones no les importaba estar de pie. A nosotros tampoco nos importaba, la verdad. Yo todavía me sentía muy fuerte, debido a mi tamaño.

—¿Cuál es tu nombre? —pregunté al helmacron macho.

<¿Nombre?>

—Déjalo.

—¿Qué tal si te llamamos Cagón? Escucha, Cagón…

—Marco, no seas tan desagradable —le interrumpí.

—Mira, no tiene nombre, y aceptémoslo, es un cagón. Así que, Cagón, dime: ¿qué pasa con el capitán? Está muerto.

<Sí, por supuesto que está muerto.>

—¿Y para qué queréis un capitán muerto?

<¿Cómo si no podríamos estar seguros de que no cometerá ningún error?>

Marco pareció mosquearse. Pero el paciente macho, al que yo también llamaba ya Cagón, nos lo explicó.

<Aquellos que cometen errores deben ser eliminados. Es evidente que un capitán, que tendría que tomar muchas decisiones si estuviera vivo, cometería por tanto muchos errores. ¿De qué sirve tener un capitán al que hay que matar cuando se equivoca? De esa forma tenemos un capitán respetado y reverenciado por todos.>

Marco me miró.

—Lo más triste es que en cierto sentido tiene razón —luego se volvió hacia Cagón—. ¿Y los otros líderes? ¿Están todos muertos?

<Sí, un helmacron hembra no puede ascender a un puesto de importancia en nuestra sociedad a menos que haya la total seguridad de que no causará problemas. Debe ser un símbolo que todos admiren.>

—Más o menos como en nuestra sociedad —murmuré.

—Bueno, Cagón, ¿no tenías que enseñarnos a comportarnos?

<Sí. Debéis obedecer a todas las hembras. Debéis lavar la comida antes de comérosla. Como machos, debéis estar calmados y callados en todo momento.>

—Yo no soy macho —repliqué—. Soy una hembra.

<No, eres un esclavo, y por lo tanto eres macho y debes hacer todo lo que te digan las hembras.>

—Más o menos como en nuestra sociedad —replicó Marco, imitándome.

—¿Ya está? ¿Ésas son las reglas?

<Sí, si no obedecéis las reglas, os pueden matar. ¡De hecho incluso pueden haceros capitanes! Os quedaréis en esta sala hasta que seáis llamados. Yo os dejo.>

El helmacron se marchó y la puerta se cerró tras él.

Marco y yo nos miramos.

—Estos tíos están chiflados. Esto es una casa de locos y tenemos que largarnos de aquí. Yo no quiero ser capitán.

—No, nada de ascensos, por favor. Pero tenemos que pensar. Estos tipos van a por Visser Tres, lo cual significa que dejarán en paz a Jake, Rachel, Ax y Tobías. Eso es bueno. Por otra parte, me parece que necesitan la caja azul para crear su rayo menguante. De modo que tal vez la necesiten también para devolvernos nuestro tamaño —razoné.

—Si es que pueden devolvernos nuestro tamaño. Tal vez la cosa sólo funciona en un sentido. ¿No te habías parado a pensarlo?

—No quiero pensarlo —repliqué—. Tengo que volver con mi familia. Tengo que recuperar mi vida.

Marco asintió pensativo.

—Si nos quedáramos así de pequeños para siempre, podríamos hacernos mayores, tener hijos y poblar el mundo con una nueva raza de enanitos.

—Marco, ¿te importaría ayudar un poco? Piensa en lo que podemos hacer.

—Muy bien, muy bien —dijo con un hondo suspiro—. ¿Qué podemos hacer? No lo sé. Lo único que sé es que estos tíos están chiflados. Matan a sus propios colegas, ponen al mando a gente muerta. Están como cabras, como regaderas, como chotas. Podrían acabar con nosotros sin más, sin ningún motivo. De modo que nuestra prioridad número uno no es ayudarlos a encontrar a Visser Tres. La prioridad número uno es largarnos de aquí.

—Estoy de acuerdo. Nos largamos a la primera que podamos. Pero de momento, seguramente estamos en el espacio, en busca de la nave-espada, así que no podemos ir a ninguna parte.

De pronto se abrió la puerta y entró una hembra de aire arrogante.

<¡Venid conmigo, alienígenas insignificantes! ¡Obedeced!>

—¡Sí, señora! —contestó Marco.

Nos llevaron al puente de la nave. Allí no había ningún capitán, ni muerto ni vivo. Los helmacrones parecían realizar sus tareas sin que nadie les dijera nada. Aunque, evidentemente, a veces surgían desacuerdos, como ya habíamos visto.

<¡Pantalla!>, gritó nuestra guía.

Una proyección de vídeo mostró una imagen plana, bidimensional, de la nave-espada de Visser Tres.

—¡Vaya! —exclamó Marco, de verdad impresionado—. Sí que sois rápidos. Quiero decir, rápidas. ¡Habéis encontrado la nave-espada!

<¡Somos los helmacrones! ¡Los usurpadores y farsantes yeerks suplicarán por su vida mientras nosotros desfilamos sobre sus cuerpos humillados y postrados!>

Yo me imaginé al yeerk que había visto en su forma natural, con un ejército de diminutos helmacrones desfilando sobre él. Sería algo así como hormigas sobre una caca de perro. Me costó trabajo disimular la risa.

<¡Hemos encontrado la débil y patética nave-espada! Pero una nave más pequeña se ha separado y se dirige hacia la superficie del planeta. Nuestros sensores indican una persona a bordo de esa nave, una persona que lleva la firma distintiva de la energía transformadora.>

—Visser Tres —confirmé—. Se dirige al planeta. Seguramente va a por la caja azul, quiero decir, la fuente de energía.

La nave helmacron se había lanzado a la persecución. Vimos a uno de los cazas yeerk descender a través de la azul atmósfera. Desde allí se reconocía el perfil de nuestra costa.

El sol se ponía. La línea de oscuridad iba cruzando la tierra, cada vez más cerca de mi propia casa.

De pronto, se me ocurrió pensar lo lejos que estaba de la vida que yo conocía, no sólo en kilómetros, sino también en centímetros y milímetros. Mis padres eran gigantes, monstruos grandes como rascacielos. Marco y yo, y tal vez Tobías, estábamos solos en el universo.

<¡Decidnos dónde aterrizará el caza yeerk!>

Yo miré la pantalla.

—¿Se puede ampliar la imagen?

La pantalla osciló un momento.

—¡Eh, mirad! —dije—. Muy interesante.

Se veía el bulevar que pasa junto a nuestro colegio; una de esas calles comerciales con un montón de bares de comida rápida, bancos y videoclubs. Había también un restaurante abandonado, rodeado por un solar lleno de malas hierbas.

El caza yeerk, invisible a los humanos gracias a su escudo de camuflaje, se dirigía hacia allí. De pronto, el tejado del restaurante se abrió en dos, como unas puertas correderas.

El caza en el que iba Visser Tres aterrizó muy despacio en el interior del edificio. El tejado se cerró tras él, y justo en ese momento una larga limusina negra llegó al aparcamiento.

—Muy listo —comentó Marco admirado.

—Es un edificio vacío —dije a los helmacrones—. Visser se transformará en humano y se marchará en el vehículo negro.

<¡Pues allí lo aplastaremos! ¡Lo aniquilaremos! ¡Doblegaremos su orgullo hasta que llore y suplique una muerte honorable!>

—Ya —replicó Marco—. Nosotros ya lo hemos intentado otras veces.