15

—¡Niiiip! ¡Niiiiip! ¡Niiiip!

Un grito triunfal surgió de la nave. Era un grito hablado, no telepático.

¡PUUUF!

Ax cayó al suelo.

<¡Ax, transfórmate!>, exclamó Jake.

<Si lo hago podría aplastar a Cassie, Marco y Tobías, príncipe Jake>, contestó Ax. Parecía de lo más tranquilo, dadas las circunstancias. Pero sabía muy bien que si uno muere cuando está transformado, se muere y ya está.

<¡Cassie, Marco, venid aquí! —nos gritó Jake—. Os vamos a sacar de… ¡AAAAAAAAAH!>

La segunda nave helmacron le había disparado por la espalda. La antena de la cucaracha de Jake se había partido. Era como si hubieran cortado un hilo eléctrico.

Tobías estaba en el aire.

Tal vez él sobreviviera a la transformación de Ax, pero Marco y yo estábamos perdidos. Y si Ax no se transformaba, el siguiente disparo de los helmacrones acabaría con él.

—¡Marco! ¡Tenemos que rendirnos! —exclamé, agarrándole del brazo.

—¿Qué?

—Ya nos escaparemos más tarde. Ax se tiene que transformar, y Jake y Rachel también. Los helmacrones dejarán de disparar mientras nos hacen prisioneros.

Marco parecía furioso. Pero yo tenía razón. Se soltó el brazo de una sacudida y se puso a hacer señas a la nave más cercana.

—¡Oh, poderosos helmacrones, hacednos vuestros esclavos! ¡Vuestra fuerza nos aterra!

Ellos vacilaron, probablemente sospechando que era una trampa. Pero era evidente que Ax estaba indefenso y Jake herido.

Cuatro de aquellos monstruos salieron corriendo para atraparnos. De cerca, todavía parecían más un cruce entre un humano y un insecto. Nosotros sabíamos que en realidad eran minúsculos, pero de momento parecían bastante grandes. No dejaron de apuntarnos con sus armas mientras nos dirigíamos hacia la nave, que se había posado en el suelo.

Antes nos parecía un juguete, pero ahora era inmensa, más grande que una nave estanque yeerk. Tenía capacidad para albergar cientos, si no miles, de helmacrones.

<¡Vamos, vamos, vamos!>, gritó uno de ellos, empujándome por la rampa que había surgido de la nave.

La rampa empezó a moverse cuando nosotros todavía estábamos en ella, subiéndonos a un enorme hangar abierto. A izquierda y derecha, se veían lo que parecían naves de combate más pequeñas. Debía de haber diez o doce a cada lado.

<¡Aaaah! ¡Contemplad nuestro poder y temblad!>

—Vuestro poder ya lo veo, ¿pero dónde está vuestro «temblad»? —replicó Marco.

Los helmacrones se lo quedaron mirando con sus ojos saltones.

—Oh, no. Somos prisioneros de unas criaturas sin sentido del humor.

<Ahora sois esclavos a bordo de la gloriosa nave helmacron Chafaplanetas. ¡Os vais a arrastrar ante nuestro capitán!>

Dos de aquellas criaturas me tiraron al suelo de un empujón. Caí de rodillas, pero no me hice ningún daño. Hay que tener en cuenta que era del tamaño de una pulga, y la caída no fue gran cosa.

Lo curioso fue que arrastrarse era de lo más fácil. Debía de ser lo que yo consideraba «el efecto insecto». Cuando una es tan pequeña, es más fácil ser fuerte. El caso es que no me costaba nada andar de rodillas.

Lo cual era una ventaja, porque tuvimos que cubrir un buen trecho. Parecía que la nave midiera varios kilómetros de longitud. Recorrimos pasillos muy iluminados, subimos rampas y atravesamos estrechos puentes sobre enormes instalaciones mecánicas.

Era una nave muy ruidosa; se oían golpes, crujidos y repiqueteos. También era muy brillante, mucho más de lo que resultaba agradable a un humano.

Hasta que, por fin, llegamos. Entramos en una sala de techo abovedado y el suelo hundido como si fuera un cuenco. En el centro de la sala había un helmacron. Unos rayos de luz lo iluminaban como si fuera un actor de cine la noche de los Oscar. Era igual que cualquier otro helmacron, excepto que éste llevaba una capa dorada.

Y había otra diferencia.

—Está muerto —dije.

—Sí, no se puede estar más muerto —contestó Marco.

El capitán helmacron no se movió. No respiraba, no nos miraba. Estaba cubierto de algo que parecía moho y telarañas.

Lo que era peor, era evidente cómo había muerto. Tenía grilletes en los brazos y las cuatro patas que lo ataban al suelo, y de su cuerpo sobresalían tres largas espadas de acero. Todo parecía de lo más ceremonial.

Aquello era…

—¡De locos! —murmuró Marco—. Éstos tíos están chiflados.