Eran gigantescas, como Godzillas marrones. Eran… cucarachas.
Sus antenas eran látigos de treinta metros. Sus patas, postes de teléfono articulados. Eran enormes, aterradoras máquinas revestidas con una armadura de diez centímetros de grosor.
Las dos cucarachas se alzaban sobre nosotros, espantosas. Vosotros ya sabréis lo asquerosas que son las cucarachas, pero no tenéis ni idea de lo que es ver una cucaracha del tamaño de una ballena.
Eran muy, muy grandes.
Y tampoco olían muy bien que digamos.
<Hola, somos nosotros>, saludó Jake.
<¡Pues nos habéis dado un susto de muerte! —replicó Tobías—. ¿Nos veis? Estamos aquí abajo.>
<No, no tenemos muy buena vista, como ya sabes. Pero Ax sí que os ve. Nos ha guiado él.>
<¿Ax?>
—¿Ax? —repitió Marco, mirando a Tobías.
Entonces nos volvimos, muy, muy despacio.
Ax.
Una araña.
—¡AAAAAAAAAHH!
—¡AAAAAAAAAHH!
Daba igual que supiéramos que era Ax. Mi cerebro no funcionaba. Las piernas se me volvieron de mantequilla y tuve que sentarme en el suelo muy, muy deprisa.
No podéis ni siquiera imaginaros lo aterradora que era aquella visión.
La araña era dos veces más alta que las cucarachas, con ocho patas, cada una del tamaño de un arco de triunfo, con unos dientes afilados que parecían las puertas del infierno, y un cuerpo hinchado, apestoso y peludo.
Pero no era nada de eso lo que nos hacía temblar de puro terror.
Lo peor eran los ojos.
Ocho ojos. Algunos eran ojos compuestos, relucientes, facetados. Otros eran negros, como muertos. Los más pequeños parecían mayores que nosotros.
Y la cara… Una cara maligna que nos miraba fijamente…
Aquella imagen se me grabó a fuego en el cerebro. No la olvidaría jamás. Aunque viviera cien años, seguiría viendo esa cara.
<Hola —saludó Ax—. ¿Cometí un error al decir que era canadiense?>
—Ax, espero que tengas control sobre esa forma —repliqué yo.
Intenté volverme para ver cómo habían reaccionado los helmacrones, pero no había forma de apartar la vista de aquellos enormes ocho ojos.
Pero los helmacrones habían reaccionado, eso sí.
<¿Os creéis que nos dais miedo con vuestras patéticas formas? ¡Somos guerreros helmacron!>
Y mientras gritaban esto huían a toda velocidad.
<Ax, que sigan corriendo>, dijo Jake con calma.
Ax se volvió y yo chillé de puro terror. Pero por lo menos aquellos ojos apuntaban hacia otro lado.
—Ah-ah-ah-ah-ah-ah —Marco se estremeció—. ¡Mi madre! Ésa imagen nos va a costar más de treinta noches de pesadillas.
Ax salió en pos de los helmacrones con movimientos bruscos pero rápidos. Era la criatura más espantosa que esperaba ver en toda mi vida.
Sus patas traseras quedaron oscurecidas por las motas de polvo en torno a nosotros.
Y de pronto…
¡TSIUUUUU! ¡TSIUUU!
<¡Aaaaaaah!>, gritó Ax.
Yo me olvidé de mi miedo y corrí pendiente arriba para asomarme al borde de la hondonada. Allí, flotando a medio centímetro del suelo, estaba una de las naves helmacron.
Ax se retorcía de dolor, agitando las patas frenéticamente. Cuando se volvió hacia nosotros, vi que uno de sus ojos había sido incinerado por la nave helmacron. Era un agujero humeante que chisporroteaba y olía a carne quemada.
¡TSIUUU! ¡TSIUUU!
Volvieron a disparar a quemarropa y las cuatro patas del costado izquierdo de la araña quedaron cortadas por la mitad. El cuerpo de Ax cayó como si fuera un asteroide a cámara lenta. Las patas cortadas se apilaron unas sobre otras como gigantescos árboles.
<¡Transfórmate! —exclamó Jake—. ¡Ax, transfórmate!>
Habíamos cometido un error fatal. Todo era una cuestión de tamaño. Los helmacrones eran ridículos cuando nosotros éramos grandes. Pero aquí abajo, a esta escala, eran tan peligrosos como los yeerks.