¡Estaba enterrada bajo rocas!
Intenté respirar, aterrorizada, pero de pronto me di cuenta de que no tenía problemas para respirar. El espacio entre las rocas era bastante grande para que entrara aire.
¿Pero cómo iba a salir de allí? Algunas de las rocas que me tenían atrapada me parecían tan grandes como yo. Y digo me parecían porque, en realidad, no veía nada.
Empujé una piedra que tenía sobre el vientre. No esperaba que pasara nada, pero la verdad es que se movió. Entonces doblé las piernas, para apoyar los pies contra ella y di una patada con todas mis fuerzas.
¡Sí, la roca se movió! De hecho incluso apartó otras rocas. Ahora disponía de un pequeño espacio abierto y un triángulo de luz.
Seguí empujando, y la apertura se abrió. De pronto, una cara apareció en el agujero.
—Ah, ahí estás —dijo Marco.
Me ayudó a salir. Levantaba como si nada motas de polvo que debían de pesar más que él. Yo misma intenté levantar una.
—¡Es increíble! —exclamé, sosteniendo por encima de la cabeza una piedra del tamaño de una pelota de playa.
—Sí —Marco se echó a reír—. Es porque somos pequeños. Igual que las hormigas, que levantan cosas mucho más grandes que ellas, o como las pulgas, que pueden saltar cien veces su propia altura. Supongo que a nosotros nos ha pasado lo mismo.
Tobías bajó entonces de las alturas… bueno, de una altura de unos diez centímetros.
<A mí me pasa igual. Puedo volar más alto que antes. Relativamente, claro. Y seguro que puedo llevar a cuestas a uno de vosotros.>
—Esto no tiene sentido —dije.
Marco se encogió de hombros.
—No lo sé. Ya se lo preguntaremos a Ax.
<En realidad sí que tiene sentido, porque cuanto más grande es uno, los músculos y esas cosas tienen que incrementar en proporción geométrica. Es como los pájaros. Los pájaros pequeños pueden batir las alas cien veces por minuto. Para las aves más grandes eso es imposible.>
—Pero eso es velocidad, no fuerza —señalé—. De todas formas es verdad. Si no fijaos lo pequeños que suelen ser los gimnastas. Rachel siempre dice que las paralelas no se le dan muy bien por lo alta que es.
—Eso tiene que ver con la rotación, ¿no? ¿Pasa lo mismo con la fuerza? Y perdonad, pero ¿qué hacemos aquí hablando de ciencias cuando somos del tamaño de una mota de polvo? —preguntó Marco.
—¿Y qué quieres que hagamos?
Estábamos sentados en lo que probablemente era una hondonada de medio centímetro, como un pequeño cuenco. Apenas se veía nada, aparte de motas de polvo y el barrote de la jaula.
—Pues… no lo sé. Lo único que sé es que somos pequeños. Muy, muy pequeños —de pronto pareció animarse—. Pero también somos fuertes. Podríamos jugar a la pelota con estas rocas.
<Yo creo que deberíamos quedarnos aquí hasta que venga Jake a por nosotros.>
—Mis padres estarán preocupados por mí —dije.
—Jake se encargará de eso. Aunque no sé cómo. Y además, no llevamos desaparecidos mucho tiempo.
Yo suspiré. Miré a Marco y volvía suspirar. Aquello era rarísimo. Marco parecía el Marco de siempre, allí repantigado entre las rocas con una monstruosa barra de acero por encima de su cabeza.
¡BAAAAM! ¡BAAAAM! ¡BAAAAM!
Eran los pasos de mi padre, que salía del granero.
—Tengo hambre —dijo Marco.
<Yo también. ¿Y qué voy a cazar ahora? Tiene que ser una cosa bastante pequeña para que me la pueda comer. ¿Un virus de la gripe?>
Justo en ese momento aparecieron en el borde de la hondonada. Eran como diez o doce.
Lo primero que vimos fueron sus cabezas, que eran totalmente planas en la parte superior y muy anchas. De aquellas cabezas planas surgía una especie de barbilla puntiaguda, como una pirámide invertida. Los ojos eran como enormes canicas verdes y parecía que se les fueran a salir de la cara en cualquier momento. La boca era como de insecto, con afilados colmillos.
Una armadura plateada, de una sola pieza, cubría sus cuerpos, que eran casi humanos si no tenemos en cuenta el par de piernas de más. El cuello de la armadura era de color turquesa.
—Mira, te los puedes comer a ellos —propuso Marco a Tobías.
<Somos los poderosos helmacrones, del Chafaplanetas, la nave más mortal de la gloriosa flota helmacron —anunció uno de los recién llegados—. Reducíos ahora ante nosotros y vivid degradados a ser nuestras bestias de carga, o resistid y seréis completamente aniquilados.>
Eran más o menos de nuestro tamaño, un milímetro y medio. Mi primer impulso fue el de echarme a reír. ¡Aquellas criaturas estaban convencidas de que iban a conquistar el mundo!
Pero entonces nos apuntaron con sus armas y me di cuenta de una cosa. Sus rayos dragón, o lo que fueran, no me habían hecho daño cuando yo era tan grande como el monte Everest, pero ahora estaba convertida en un insecto.
Los helmacrones avanzaron hacia nosotros.
—¿Luchamos o huimos? —murmuró Marco, mirándome.
Yo me volví hacia Tobías y Tobías se volvió hacia Marco.
—Vaya, sí que echa uno de menos a Jake cuando hay que tomar decisiones de vida o muerte —dijo Marco compungido.
Por suerte, no tuvimos que tomar la decisión. Porque un nuevo grupo de helmacrones, esta vez con cuellos color magenta, nos rodeó por la espalda.
<¡Éstos son los prisioneros del Rompegalaxias! ¡Atrás, cobardes! ¡Dejad que los auténticos héroes helmacrones se lleven el botín que les pertenece!>
—¿Qué somos un botín? —repitió Marco con una risa nerviosa.
Habíamos llegado a un punto muerto. Dos grupos de helmacrones nos apuntaban con sus armas al tiempo que se miraban hostiles unos a otros con sus ojos verdes.
Entonces llegó la caballería.