12

—¡Corred! ¡Es mi padre! —chillé yo. Salí disparada por aquella interminable llanura rocosa.

—¡Eh! ¿Adónde vas? Si de todas formas no nos pueden ver.

—Ya, pero ¿y si nos pisa?

—¡Aaaah! ¡Corred!

Así que Marco y yo salimos corriendo. Tobías echó a volar.

De pronto a nuestro alrededor se oyeron como unos truenos tremendos.

¡BUUUM! ¡BUUUM! ¡BUUUM!

Eran los pasos de mi padre.

—¿Jake? —dijo—. ¿Rachel? ¿Qué estáis haciendo aquí? ¿Está Cassie con vosotros?

—Pues… no —contestó Jake—. Por lo menos… no.

—Habíamos venido a buscarla —añadió Rachel—. Pero no está aquí.

—¿Dónde habíais quedado?

—¡Hola! —se oyó otra voz. Era Ax, convertido en humano. Yo di un respingo. Ax, como andalita, era genial. Pero los andalitas no tienen boca. No pueden hablar y no tienen sentido del gusto. Ax, como humano, con boca, podía ser un poco raro.

—Hola —respondió mi padre con cautela—. ¿Te conozco?

—No sé si me conoce. Sólo usted puede responder a esa pregunta —luego añadió—: Unta. Preg-unta.

—No… creo que no te conozco. ¿Qué hacías escondido detrás de esa caja?

—No quería que me viera. Pero ahora ya puede verme.

Hubo una larga pausa.

—Muy bien —dijo mi padre por fin.

—Soy amigo de Cassie —informó Ax.

—¿Del colegio?

—¿Del colegio? Co-le-gio. Co-le-ggggio. Sí, del colegio. Co-le-ggggio.

Yo, mientras tanto, correteaba de un lado a otro, tropezándome y dándome golpes en la rodilla con las motas de polvo. Marco iba a mi lado, y Tobías volaba por encima de nosotros. Avanzábamos a toda velocidad, probablemente a unos cinco centímetros por hora. Entonces…

¡BAAAAAM!

—¡Aaah! —gritó Jake—. Esto… mire usted dónde pisa.

—¿Por qué? —preguntó mi padre.

—Porque… porque…

—Le ha parecido ver un clavo —terció Rachel—. A mí también me ha parecido verlo. Ax, ¿tú no has visto un clavo?

—¿Qué es un clavo? ¿Clafffffo?

—¿Le pasa algo? —quiso saber mi padre.

—¿A quién, a Ax? No, no, está bien —contestó Jake—. Es que es extranjero.

—¡Oh, no! —gemí yo—. Ahora mi padre preguntará…

—Ah, qué interesante. ¿De dónde eres, Ax?

—Soy de la república de Costa de Marfil.

—¡Madre mía! —exclamé—. ¿Por qué se me ocurriría darle aquel atlas?

—Perdona, pero la verdad es que no pareces de Costa de Marfil —replicó mi padre, con ese todo de voz de cuando empieza a ponerse nervioso.

—¿Guinea Ecuatorial, entonces? ¿O qué tal la república de Kirguizistán? ¿Canadá?

—Mira, vamos a quedarnos con lo de Canadá —concluyó mi padre.

—Soy de Canadá. Soy canadiense.

—Pues yo creo que el bueno de Ax lo está llevando muy bien —comentó Marco muy animado—. Nadie se imaginaría que es un alienígena. Idiota puede ser, pero extraterrestre no.

—Chicos, ¿por qué no os vais a casa? Ya le diré a Cassie que habéis venido.

—¿Marcharnos? —preguntó Jake, casi con pánico.

—Si, marcharos —repitió mi padre, con pinta de que ya no aguantaba ni una tontería más.

Los otros no discutieron. ¿Qué podían decir? De modo que oímos sus pasos atronadores mientras se alejaban.

Luego notamos los pies de mi padre, tan grandes como diez campos de fútbol juntos, pisando a nuestro alrededor. Justo encima de nosotros había un tubo gigantesco horizontal. Era el último barrote de una jaula. Nos cobijamos debajo de él, jadeando como locos después de la carrera de diez centímetros.

—Vaya chico más raro —murmuró mi padre—. Tengo que comentárselo a Cassie.

Entonces debió de levantar el pie. Vi la enorme punta redondeada de su bota, como una masa de cuero de quince pisos de altura, que caía hacia nosotros. Por fin aterrizó en el suelo, levantando una nube de polvo. Sólo unas cuantas motas…

¡Las suficientes para enterrarnos vivos!