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<¡Cuidado, Rachel! ¡Está detrás de ti!>

<¡Ya la tengo!>

<¡Cassie, a la izquierda! ¡A la izquierda! ¡A la izquierda!>

Viré bruscamente y los rayos dragón fallaron por milímetros.

Aquello era una locura. Las dos navecillas plateadas viraban y giraban y disparaban como locas en medio de una marabunta de aves de presa. Y todo esto sucedía en un espacio de seis metros cúbicos en mi jardín. Menos mal que mis padres no estaban.

<¡Cassie! ¡Encima de ti!>, gritó Tobías.

Me volví, batí las alas y vi que una nave bajaba casi delante de mí.

Extendí las garras, pero no tenía bastante velocidad y, lo que era peor, estaba cansada.

Las aves de presa no son como los gansos. No están hechas para vuelos largos, y desde luego no están hechas para jugar al que-te-pillo en el aire durante veinte minutos.

Todos estábamos cansados. No os imagináis lo agotador que es aletear constantemente, y menos cuando hay que estar girando casi todo el tiempo.

Pero los helmacrones no estaban cansados. Y aunque sus rayos no nos hacían mucho daño, nosotros tampoco podíamos penetrar sus corazas con las garras y los picos.

Rachel fue la primera en aterrizar. Bueno, más bien se dejó caer al suelo. Su cuerpo era el más grande, y por tanto el menos adecuado para soportar tanto aleteo y tantos giros.

<No puedo… —resolló—. No puedo más…>

<¡Aaaah!>, gritó Ax. Una nave helmacron le había alcanzado con un rayo. Vi un pequeño agujero humeante en su ojo derecho. También él aterrizó. Si se transformaba la herida se cerraría, pero debía dolerle un montón.

La otra nave helmacron se apartó de la batalla y volvió a por la caja azul. No podíamos permitir que se la llevara.

Aterricé y comencé a transformarme lo más deprisa posible. A veces, la mejor forma es la humana. Salí corriendo e intenté atrapar la nave cuando los dedos apenas me asomaban entre las plumas y mis pies eran básicamente garras de la talla treinta y siete.

El pálido rayo verde alcanzó la caja azul. La nave se elevó de nuevo, arrastrando la caja, a pesar de que ésta era más grande que la propia nave.

Se dirigía hacia la puerta abierta del granero. ¿Era un movimiento deliberado? No, eso sería una tontería. Los helmacrones no sabían que se acercaban a lo que podía ser una trampa.

Yo era más humana cada vez, y ya podía caminar bastante bien, de modo que salí corriendo tras la caja azul.

El sol entraba en el granero por los muchos agujeros y grietas entre los tablones, pero el interior estaba bastante oscuro. A mi derecha, se apilaban las jaulas de animales más pequeñas. A mi izquierda, estaban las demás, en una sola hilera. Un tosco tabique mantenía separados a los depredadores más grandes. Más allá, en el extremo del granero, estaban los establos.

Los caballos estaban todos en el campo, pero en el granero teníamos media docena de murciélagos, dos conejos, dos mapaches, un ratón de campo, una ardilla, dos ciervos, un tejón, un ganso, dos palomas, un zorro, tres patos, un halcón, un petirrojo y una urraca. Por no mencionar las diversas ratas y ratones que vivían allí.

La nave helmacron se detuvo y se quedó suspendida en el aire. Se posó sobre la caja azul como si fuera una gallina incubando un huevo.

—Dadme esa caja —dije—, si no queréis que os haga daño.

<¡Ríndete o serás aniquilada!>, replicaron ellos.

—No lo creo. De hecho, no creo que vayáis a tener mucha suerte en la conquista de la Tierra.

<¡Os aplastaremos! ¡Los humanos serán nuestros esclavos!>

—Perdonad, no quiero ser desconsiderada ni nada de eso —comencé, buscando las palabras adecuadas—, ¿pero no se os ha ocurrido pensar que somos un poco grandes para vosotros? Venga, hombre, si vuestra nave es más pequeña que mi pie. Y vuestras armas no nos hacen ningún daño.

Supongo que aquello les hizo pensar, porque se quedaron en silencio. «Bien —pensé—, me parece que les he convencido».

¡FLASH!

Parpadeé y alcé la mano, aunque demasiado tarde para parar aquel resplandor. Fue un fogonazo verde, muy intenso. No me hizo ningún daño, pero me dejó viendo chispas.

Y entonces pasó algo muy raro.

Las jaulas crecían, los animales se hacían más grandes. La nave helmacron y la caja azul aumentaban de tamaño.

—Oh, no —exclamé, más sorprendida que asustada—. ¡Estoy encogiendo!