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—¡Tobías! ¡Síguelos! —ordenó Jake, mientras salíamos corriendo del almacén—. Nosotros iremos en cuanto podamos.

Había que darse prisa. Teníamos que volver a la granja antes de que los helmacrones se hicieran con la caja azul. Uno de los camiones de la tienda benéfica estaba abierto y vacío. Nos metimos en la parte trasera y entrecerramos la puerta. Era un buen sitio para transformarnos.

Yo me concentré en el águila pescadora, cuyo ADN forma parte de mí, hasta que noté aquella conocida sensación de dolor a distancia. La metamorfosis es siempre un proceso espeluznante: los órganos se disuelven, los huesos se retuercen, te brotan miembros que antes no tenías. Debería ser la experiencia más dolorosa del mundo, pero lo cierto es que la tecnología de la metamorfosis elimina el dolor. Es como la anestesia que te pone el dentista antes de sacarte un diente.

Pero, igual que cuando vas al dentista, sabes que el dolor está ahí. Te das cuenta de que hay dolor, lo que pasa es que no te llega al cerebro.

Es una cosa muy rara. Y ocurre incluso con las transformaciones que ya has realizado antes, como yo con el águila pescadora.

A lo lejos, muy a lo lejos, estaba el espantoso dolor en la piel, donde se formaban plumas que crecían y crecían, miles de plumas surgiendo de mis poros. La espalda, el pecho, los brazos, las piernas, la cara… por todas partes surgían plumas.

Los labios se me endurecieron hasta formar un pico curvo y afilado. Los dedos se me estiraron, los brazos se me encogieron hasta convertirse en alas de pájaro.

Y además, cada vez me iba haciendo más pequeña, claro, y el camión se hacía más grande a mi alrededor. Los dedos de los pies se fundieron unos con otros y se tornaron duros.

El hueso del talón salió de pronto fuera del pie para formar una garra.

Y mientras tanto, mientras mis amigos sufrían cambios muy similares, manteníamos una conversación normal.

Es alucinante a lo que llega una a acostumbrarse.

<Un momento —decía Marco—. ¿Me estáis diciendo que son naves de verdad? ¿De diez centímetros?>

<Diez o doce —contesté—. No llevaba encima un metro.>

<Ax, ¿tú sabes algo de una raza llamada helmacron?>, preguntó Jake.

<No. No he oído hablar de ella.>

<¿Cómo pueden ser tan pequeños? —insistió Marco—. Es absurdo. Tienen que haber superado la velocidad de la luz… ¿en una nave espacial de juguete?>

<Ellos no están de acuerdo —dije—. Supongo que no les importa ser pequeños. Desde luego parecen tener una gran opinión de sí mismos.>

<¿Qué quieres decir?>, quiso saber Ax.

<Pues que decían que nos iban a convertir a todos en esclavos. Ya sabes, pretenden conquistar el mundo y esas cosas.>

<Un poco ambiciosos, para ser tan enanos>, comentó Marco.

<No sabemos cuál es el auténtico tamaño de esos helmacrones —advirtió Ax—. Tal vez las naves espaciales son simples robots, naves exploradoras robot en miniatura. Puede que los helmacrones no vayan dentro de las naves. Quizás estén en otra parte.>

<Dejémonos de suposiciones y vayamos a averiguarlo>, terció Rachel impaciente. Se había transformado en una enorme águila de cabeza blanca. Se acercó a la puerta del camión y salió por la rendija.

Yo fui tras ella. Salté al parachoques y allí batí las alas para echar a volar. Pero detrás del edificio de la tienda no había ninguna corriente, de modo que tuve que andar un poco por el suelo para conseguir elevarme.

Aleteé con fuerza para ganar los primeros metros de altitud, pero una vez por encima del tejado encontré una suave brisa que me hizo más fácil el vuelo.

Los cinco seguimos aleteando y elevándonos hasta llegar a una distancia segura, por encima de los cables eléctricos, los tejados y los carteles de las gasolineras. Entonces nos dirigimos hacia la granja, aunque sin saber muy bien si íbamos en la dirección correcta.

Yo busqué con la mirada a Tobías. Las águilas pescadoras, como todos los pájaros de presa, tienen una vista increíble.

Pero fue Rachel quien dio con él. Era un punto diminuto, a medio camino hacia la granja.

<Ahí está. Demasiado lejos para usar la telepatía.>

<A ver si lo alcanzamos —dijo Jake—. No tenemos que ir juntos. Que cada uno haga lo que pueda.>

<Sí, de todas formas en grupo llamamos la atención —convino Marco—. Pareceremos un póster de la sociedad de aficionados a las aves.>

De pronto, empezamos a acortar distancias con Tobías, lo cual no debía ser posible, ya que no éramos más rápidos que él (bueno, con excepción de Jake, que era un halcón peregrino).

<Ha dejado de avanzar —comentó Jake—. Está… ¡Dios mío! ¡Ha entrado en combate con una de las naves!>

<Un rayo dragón demasiado estrecho para herir a un ser humano puede tener un efecto muy distinto en una criatura tan pequeña como Tobías>, advirtió Ax.

De repente, los helmacrones ya no eran tan graciosos.