—Esto no es la meseta de Dorn —dijo Daine.
«Os habéis teletransportado —informó Shira—. Seguís en Dal Quor. Vuestra situación actual… es imposible».
Través sintió que Shira irradiaba asombro, un estallido de emoción impropio de ella. «¿Por qué?». Los alrededores parecían mundanos. Estaban en una meseta, una elevación que dominaba un cañón. Una sola luna brillaba sobre ellos, llena pero raramente débil.
«Habéis entrado en el corazón de Dal Quor. Ningún ensalmo común permite este desplazamiento».
—La historia ha sido alterada —dijo Jode—. Creo que mucho de lo que hemos visto sucedió realmente en el risco de Keldan. Eso explicaría por qué el padre de Lei no la ha reconocido al principio, y por qué habéis tenido tantos problemas con el segundo forjado.
—Cuarto —dijo Través.
—Como quieras —dijo Jode—. Al final, la mujer se estaba dirigiendo claramente a nosotros en el momento presente. No hablaba de nuestra historia. Ella debe habernos mandado aquí…, «adonde tenemos que ir».
—Y ha dicho que estaba utilizando la fuerza de Daine para hacerlo —observó Través.
«Muy probablemente era una referencia a la energía del eidolon dracónico —observó Shira—. He infravalorado ese poder. Creo que está en marcha un efecto exponencial».
—¿Y por qué no recordábamos nada de eso? —dijo Daine.
—Ya has visto la neblina que ha llenado la sala al final —respondió Jode—. Hemos visto esa bruma antes, señalando la barrera del Luto. Quizá cuando sucedió en realidad estuvimos atrapados más tiempo y nuestra amnesia fue producto de una breve exposición a las energías del Luto.
—O quizá los padres de Lei nos hicieron olvidar —dijo Daine—. ¡Todavía no sabemos qué estaban haciendo allí! Ellos…
Daine se detuvo, y un ligero rubor encendió sus mejillas. Través estaba perplejo. Se dio cuenta de que Lei acababa de ver morir a sus padres, y fuera en sueños o no, esa experiencia era, sin duda, difícil. En circunstancias normales habría intervenido en la discusión sobre teoría arcana y de planos, y su silencio decía mucho de su estado. En realidad, se había alejado de los demás y caminaba hacia el borde de la meseta.
Través y Daine intercambiaron una mirada.
—Capitán —dijo Través—, aunque conozco la fuerza de tus sentimientos, en este momento creo que mi presencia la reconfortará más.
Daine suspiró.
—Ve.
Través alcanzó rápidamente a Lei. Ella estaba mirando la tierra baldía que había más abajo, oculta en la oscuridad de la noche. Través tendió la mano. No estaba seguro de si ése era el gesto correcto, pero ella tendió la suya y la cogió con tuerza. No dijo nada y dejó que fuera ella quien decidiera cuándo hablar.
—No puedo pensar en eso ahora —dijo. Su voz era espesa, tenía las mejillas llenas de lágrimas—. Esto… ahora no. No con todo lo demás en juego.
—Lo entiendo —dijo Través.
Y, por una vez, era cierto. Sintió emociones guerreando en su interior, sentimientos que no sabía que tenía. Reconocer a Harmattan había sido todo un sobresalto. Pero había algo más, un sentimiento más raro. Talin y Aleisa eran también sus padres. Nunca había conocido a sus creadores y nunca había creído que ese conocimiento importara. Pero ahora su mente estaba llena de preguntas. ¿Qué esperaban sus padres de él? ¿Había cumplido? ¿Qué planes tenían para él?
¿Y qué quería decir Harmattan? «Ésta es la voluntad de nuestro verdadero creador».
Aunque sentía la pérdida y la confusión, había en su interior un ascua brillante. Lei. Su hermana. Afrontarían el futuro juntos, y si esos misterios podían ser desvelados, encontrarían el modo de hacerlo.
Lei apretó su mano con más fuerza.
—¡Hueste soberana! —dijo, asombrada—. ¡Mira las llanuras!
Través dejó a un lado sus atribulados pensamientos y miró el desierto. Al principio, no vio nada raro. Estaban sobre las llanuras, y la luna era débil, pero después se dio cuenta…
Las llanuras se estaban moviendo.
No había en ella hogueras, ni luces de ninguna clase, y Través tardó un momento en ajustarse a la distancia y la visibilidad limitada. Un ejército se extendía en el desierto, hasta donde le llegaba la vista. Través había visto muchos ejércitos durante la Última guerra, pero aquella fuerza surgía de pesadillas. Pelotones de insectos horribles junto a masas de tentáculos reptiles y figuras formadas de pura sombra. Formas de extrañas máquinas de asedio se alzaban en la noche, cañones de cristal y hueso curvado. A pesar del movimiento constante, un espeluznante silencio reinaba en el desierto. Ninguna luz, ningún sonido, sólo pesadillas aprestándose para la guerra.
Daine corrió hasta ellos.
—¿Qué es eso?
Lei se puso los anteojos y se ajustó los lentes.
—Son miles —dijo—. Decenas de miles. Quizá más. Veo… círculos, anillos de cristal, tal vez de cuarenta pies.
«Las legiones de Dal Quor se preparan para la batalla. Recuerdo cuando mi pueblo se reunió en las puertas. —El pensamiento de Shira estaba teñido de pena y vergüenza—. Las canciones llenaban el aire y nuestros pendones de cristal convertían la llanura en un océano de estrellas. Servíamos a la gran luz. Nos creíamos los heraldos de la gloria, encarnaciones perfectas de la sabiduría. Pero Xen’drik desdeñó nuestra guía y se negó a ser el ejército de nuestro pueblo. Y como no nos protegieron de la destrucción, nos declaramos en guerra. Golpeamos sus sueños. Rasgamos el tejido de la realidad. Y esos horrores de ahí abajo harán cosas mucho peores. No hay en ellos piedad, sólo malicia. Lo percibo».
—Llama —murmuró Daine—, no podemos enfrentarnos a eso.
—No tenemos por qué —dijo Lei, quitándose los anteojos—. Lo único que tenemos que hacer es encontrar el orbe y destruirlo. Eso es lo que ha dicho mi madre. Nos ha mandado adonde teníamos que estar. La única cuestión es qué hacer ahora.
—¿Darse la vuelta? —dijo Jode.
Través siguió la mirada de Jode, pero sólo vio piedra y cielo.
—¿De qué estás hablando, Jode? —dijo Daine.
—Allí, en el centro de la meseta. ¿No veis la torre?
«Tiene razón —dijo Shira—. Hay una fuerza que trata de engañar a vuestros sentidos, de ocultar lo que hay ante vosotros. Mirad más allá de la mentira».
Través estudió la meseta. Una torre, había dicho Jode. Si había una torre allí, ¿cómo podía ser? Dejó que la imagen vagara en su mente, una oscura aguja alzándose hacia el cielo sin estrellas…, y apareció. Una torre de dientes. Cuatro inmensos colmillos ascendían por la noche y sostenían una sola aguja de marfil y carne. Docenas de bocas adornaban los muros de músculo negro, y las fauces de un viejo dragón eran la puerta de entrada, sonriendo sobre un pequeño tramo de escaleras.
—¿Qué es eso? —dijo Daine, contemplando la torre—. ¿Está vivo? ¿Nos ve?
—Es una manifestación de la Oscuridad onírica —dijo Través, permitiendo que Shira hablara por medio de él—. Como lo es la piedra sobre la que estamos. En cierto sentido, la torre se comportará como un ser vivo. Pinchad un muro y sangrará. Pero no hay inteligencia tras sus acciones, y no puede percibir nuestra presencia.
—Es la forre de los Mil Dientes —dijo Lei—. Ahí es donde nos dijo el dragón que estaba el orbe.
—¿Dónde están los guardianes? —dijo Daine—. Esto no me gusta.
Una vez más, Través dio voz a los pensamientos de Shira:
—Los guardianes están a nuestro alrededor, capitán. Los quori no creen que sea posible teletransportarse a este sitio. Estamos en el corazón de un ejército, y cualquier intruso habría tenido que luchar contra miles de espíritus de pesadilla para llegar hasta aquí. Con suerte los señores de este reino no considerarán necesaria más seguridad que ésa.
—No nos fiemos de la suerte —dijo Daine mientras examinaba la torre—. Es pequeña, así que preparaos para luchar cuerpo a cuerpo. Través, prepara tu mayal. Lei, ¿cómo estás?
—Cerca del límite —respondió—. Enfrentarme a Harmattan me ha dejado exhausta.
—¿Jode?
El mediano se pasó una mano por encima de la cabeza.
—Me queda un poco más de magia, creo. Tratad de no perder un brazo.
Daine asintió.
—Lei, arregla como puedas a Través; después, echa un vistazo al camino. Sería una muerte estúpida llegar hasta aquí para pisar un disco explosivo.
«No hay discos explosivos ni guardas místicas de ninguna clase».
—No hay discos explosivos —dijo Través.
—Me gustaría que fuera Lei quien me lo dijera —dijo Daine.
«No confía en mí —pensó Shira—. Quizá sea sensato. Siento la oscuridad creciendo en mi interior. Pero moriré antes de que me vuelva contra ti. Y moriré pronto».
Través sintió una punzada de dolor, pero sabía que no podía hacer nada. Cada vez que se comunicaban, sentía que los pensamientos de Shira eran más débiles. En el pasado su presencia era tan fuerte como la del propio Través; ahora, sus pensamientos parecían débiles ecos en lo más hondo de su mente.
«Quédate cerca de Lei —le dijo Shira—. Mi fortaleza se desvanece rápidamente y si te alejas mucho de ella perderás la conexión».
Lei acabó su trabajo con Través y centró su atención en la meseta. Dio unos cuantos pasos en dirección a la torre.
—No hay discos explosivos, no hay nada —dijo—. Camino despejado.
—Entonces, entremos —dijo Jode—. Puede ser que estemos lejos del ejército de ahajo, pero algunas de mis pesadillas tienen alas y no quiero estar aquí cuando una de ellas llegue.
—De acuerdo —dijo Daine. Desenvainó su espada y el Ojo vigilante que había grabado en la empuñadura brilló en la noche—. Través, a mi lado. Lei, justo detrás, y cuidado con las guardas.
Ninguna amenaza emergió de la oscuridad mientras cruzaban la meseta, ningún horror cayó del cielo ni surgió de las llanuras. Sólo hubo un problema: abrir las fauces del dragón. Los dientes y las paredes de carne se resistieron tanto a la magia de Lei como a la hoja adamantina de Daine.
«Éste es el sueño de la oscuridad —le dijo Shira a Través—. La fuerza no os servirá de nada. Sólo la voluntad abre las puertas. La imaginación es la llave».
Daine pareció escéptico cuando Través se lo contó, pero Jode lo comprendió.
—Todo cuadra —dijo—. Daine, no comprendo el poder que parecemos tener, pero somos más fuertes juntos. La madre de Lei ha dicho que tendrías que utilizar «tu don hasta sus últimas consecuencias». Creo que podemos abrir las fauces.
—¿Sólo pensando en ello? —dijo Daine.
—Sólo pensando en ello.
—Vale la pena intentarlo —dijo Daine. Miró a cada uno de sus compañeros—. No sé si vamos a salir de ésta vivos…
—Dudo de que yo lo haga —dijo Jode. Suspiró—. Lo siento, ya lo sé, no es momento para bromas.
—No, tienes razón, Jode —dijo Daine—. Ya has sacrificado tu vida, y ahora te pido que arriesgues tu alma. Pero mira por el borde de ese acantilado. Creía que el Luto era el peor desastre que había visto jamás. Pero que Dolurrh me maldiga antes de dejar que esa horda llegue a Khorvaire.
Se volvió hacia Través.
—Cuando te conocí no sabía mucho de los forjados. Me avergüenzo de haber creído que eras un objeto, una arma.
—Yo también lo pensaba, capitán.
—Esta noche soy sólo Daine. Has sido un buen soldado, Través. El mejor que he visto jamás. Pero has sido un amigo aún mejor y me considero afortunado de haberte conocido.
—Somos igualmente afortunados, Daine —dijo Través—. Y no voy a dejarte morir esta noche.
Daine sonrió. Miró a Lei y abrió la boca para hablar, pero ella le besó antes de que pudiera decir una palabra.
Observando a los dos, Través sintió una punzada de envidia. Aunque tenía sentido del tacto, nunca sabría cómo era ese momento para ellos. Después pensó en Índigo y en el placer que había hallado en su compañía…, una simple satisfacción cuando Lei le había cogido de la mano. Quizá no supiera lo que era el amor para un humano, pero sabía lo que era para un forjado.
—No me digas adiós —dijo Lei cuando se separaron—. No voy a dejar que te vayas.
Daine la miró a los ojos en silencio y finalmente se volvió.
—Bien, Jode —dijo. Se agachó y le dio la mano al mediano.
Y lentamente, muy lentamente, las fauces del dragón se abrieron.
—Conmigo, Través —dijo Daine. Y juntos, entraron en la Torre de los Mil Dientes.
Al entrar en la torre, Través se dispuso para la batalla. La guerra era su fin y se excitó al prepararse para enfrentar al enemigo. Había trazado planes para una docena de posibilidades, dependiendo del número y la naturaleza de los enemigos que les esperaran.
Pero la sala estaba silenciosa y vacía.
No había guardianes, ni bestias salidas de pesadillas, al menos no visibles. El suelo era músculo blando, pero Través sentía el rasguño del marfil contra los pies. La sala estaba completamente a oscuras, y aunque la vista de Través era suficientemente potente como para asegurar que no había movimientos en el lugar, no podía ver mucho más.
Una pálida luz cobró forma tras ellos. Lei, tejiendo fuego frío en su guante. Ahora podían ver la aridez de aquel espacio.
No había muebles, ni pendones, nada más que carne y dientes. Través echó un vistazo al centro de la sala. El suelo era una gran boca. El forjado acababa de subirse a un diente puntiagudo más grande que él. No sabía si la boca podía abrirse del todo, pero si podía, todos caerían a lo que quisiera que hubiera más abajo.
Daine le llamó la atención para que regresara al muro, lejos de la gran boca. El capitán señaló hacia arriba. Unos largos colmillos salían de las paredes de la sala, y Través se dio cuenta de que formaban una escalera que se alzaba hacia una abertura del techo. La torre no era muy grande, y esa cámara superior sería su cúspide. El fin de su búsqueda debía estar arriba.
«A menos que esté abajo», pensó Través, mirando las fauces sonrientes que se abrían en el suelo. Tensó que Shira respondería, pero permaneció en silencio.
Daine se envolvió en su capa vidente mientras ascendía por las escaleras. Estaba amortajado en sombras, y Través casi le perdió de vista. Le seguía de cerca. Los largos dientes eran resbaladizos y parecían muy frágiles bajo los pies de Través, pero a pesar de sus preocupaciones aguantaron su peso y subió hasta la cámara superior.
Seis colmillos surgían del suelo de carne de la sala, pilares curvos de marfil formando un círculo en el centro de la cámara. Cada uno de ellos doblaba la altura de Través y podría haber sido escondrijo de un enemigo. Daine señaló hacia la derecha y procedió a rodear lentamente el anillo hacia la izquierda, siempre cerca de la pared. Través siguió su señal y se deslizó también pegado al muro.
Nada.
El centro de la sala, el espacio entre colmillos…, allí no había nada. Ni monstruos ni un orbe reluciente, sólo un mosaico de dientes entrelazados procedentes de docenas de criaturas distintas.
Través siguió rodeando el círculo. Cuando encontrara a Daine decidirían cuál sería su siguiente paso.
Tero cuando Través llegó hasta él, Daine ya estaba muerto. Le habían cortado el cuello, una herida profunda que le había partido la columna vertebral y casi le había decapitado. Otro golpe le había alcanzado en el corazón, había atravesado la malla y le había salido por la espalda. Tenía los ojos abiertos y asustados. Le salía sangre de las heridas, pero el suelo de carne la absorbía.
No había tiempo para el miedo. La criatura que hubiera hecho eso se movía rápida y silenciosamente. Través ni siquiera había oído cómo caía el cuerpo de Daine al suelo. Ya habría tiempo para llorar la muerte del capitán más tarde. Ahora tenía que defender a los vivos.
«¿Lei? —Través todavía no dominaba el uso del vínculo telepático que compartía con la artificiera, y no estaba seguro de cómo activarlo—. Peligro».
No hubo respuesta.
Con la espalda contra la pared, Través regresó rápidamente hasta la escalera. Vio la luz del fuego frío de Lei en lo más alto. Cuando se acercó, vio una mano en un guante brillante cortada sobre el suelo.
«¡Lei!».
—¿Crees que esto es doloroso? —La voz procedía de detrás de los pilares de marfil. La figura que salió a la vista apenas era visible. Tenía la piel cubierta de dibujos cambiantes de la oscuridad—. Todavía tienes mucho que aprender del dolor.
Través puso a girar su mayal y la bola dorada se encendió, ardiendo con un calor tan intenso como su furia. Índigo estaba delante de él, y unos pinchos adamantinos emergieron de las placas de sus antebrazos.
—No puedes estar aquí —dijo Través. La duda guerreaba con la ira—. No puedes soñar.
—Te olvidas, hermano —dijo—. Trataste de enterrarme en una bodega bajo Xen’drik, la misma bodega de donde sacaste a tu compañera de metal. ¿Crees que era la única?
Través vio la gema esférica que Índigo tenía en el pecho, una esfera casi idéntica a la de Shira. «¿Es esto posible?», pensó, pero no halló respuesta.
—Puede ser que esté atrapada para siempre en el Monolito de Karul’tash. —Índigo siguió trazando un círculo a su alrededor, lentamente—, pero me dieron una última oportunidad para ver si pagas tu traición. Te lo dije, Través. Si muero, ella muere conmigo. Y ahora lo ha hecho. —Abrió los brazos—. Venga, hermano, ¿no acabarás lo que empezaste?
—No —dijo Través. Sus pensamientos eran un remolino. Podría haber destruido a índigo antes de abandonar Karul’tash, cuando le había permitido sobrevivir en un estado inerte—. No entiendes lo que has hecho. El destino de Eberron…
—No significa nada para mí —dijo Índigo—. Ya lo viste. ¿Por qué iba a preocuparme por lo que sucede en el mundo que hay fuera de mi cárcel? Sólo quería que sintieras mi dolor, y eso ya lo he hecho. Venga, Través, muramos en la batalla. Es lo que siempre hemos hecho.
«No», pensó Través. Lei y Daine, y probablemente Jode, estaban muertos. Nada podía hacerse por ellos. Había terminado. ¿De qué iba a servir otra muerte?
—Quizá deberías quedarte esto —dijo Índigo—. Para recordarla.
Le dio una patada a la mano cortada de Lei, que rebotó en el suelo y fue a dar contra el pie de Través.
Y algo se rompió en su interior.
Través no era proclive a la ira. La batalla era una cuestión de cuidadoso cálculo. Hasta ese momento. Una ira pura tiró de él por el suelo de marfil y su mayal fue un rayo luminoso. Pese a su rapidez, Índigo no estaba preparada para la furia de la embestida de Través y la bola impactó contra su pecho dejando su armadura abollada y quemando los cordones que había debajo. Retrocedió dando un traspié, y Través alzó su mayal para acabar con ella. Pero antes de que pudiera golpear, Índigo se lanzó hacia adelante con los brazos tendidos. Unas hojas adamantinas deberían haberse clavado en el torso de Través, pero no sintió el impacto. En lugar de eso, un fuego invadió su cuerpo y quemó su interior. La agonía fue terrible y demasiado conocida.
«¡Lei!», gritó en su mente, y el dolor borró todo pensamiento.